martes, 16 de marzo de 2010

DE ZAPATILLAS



Paseo por la calle Mayor de internet con todos los escaparates a una cuarta de mi nariz. Miro las zapatillas y con un solo dedo accedo a una ingente información sobre cada una de ellas: su fabricación, el sistema de amortiguación, su peso, los test a los que ha sido sometida, su flexibilidad, dureza, transpiración, para qué tipo de corredor está recomendada. También me dicen su precio.
Me acuerdo entonces de mis primeras zapatillas, que han sido muchas. Me explico. Cuando empecé a correr lo hice con las zapatillas que tenía entonces. No me compraron unas especiales de atletismo para la ocasión. Y aquel primer par era, como no podía ser de otra forma, unas “tórtola”. Bueno, mejor dicho, eran una imitación de tórtola. Perfectamente planas, duras, de lona rígida que aún se endurecía más con el sudor, con puntera reforzada de goma. Mis primeras ampollas. Después vinieron unas parecidas, también sin marca, de cuero, blancas, aún más duras. Más ampollas. Se estaba forjando la leyenda de un corredor. A continuación di un salto de calidad bastante considerable y me hice con unas Paredes, igualmente planas de suela, Todavía no existía la amortiguación. La temporada siguiente, esto sería ya en 1981, accedí al material de tecnología punta: las Adidas TRX, el sueño de todo corredor. Azules con las bandas amarillas. Por aquella época también tuve mis primeras zapatillas de clavos. Antes corría con prestados, pero la Escuela de Montes me pagó unos clavos Munich de ante naranja con la que competí durante mucho años. Eran unas zapatillas más cercanas a un instrumento de tortura que cualquier otra cosa. Al ponerse aquello en los pies, uno sentía la necesidad imperiosa de acabar cuanto antes, lo cual no era malo tratándose de una competición. La suela no era uniforme, sino que tenían en el talón un abultamiento que era lo único que se apoyaba al pisar. No puedo recordar la cantidad de uñas negras que he tenido como consecuencia de correr con estos clavos.
A partir de aquí se sucedieron las Adidas y las New Balance. Un par de estas últimas me las trajeron mis padres de Nueva York cuando fueron a correr el marathón. Después tuve Assics (que antes se llamaban Tiger Onitsuka y después Assics Tiger), Brooks, Nike, hasta desembocar en Saucony, marca que llevo con fidelidad franciscana desde 1998. Otras “primeras zapatillas” fueron las “voladoras”, unas zapatillas muy ligeras para carreras de ruta y que en mi caso y en mis pies han fracasado rotundamente. Yo necesito algo más sólido y más rígido. Será por mis comienzos “tortoleros”.
Y ahora hablemos de precios. De 100 euros para arriba. Algunas muy para arriba. Es decir, una pasta. Sobre todo si nos ponemos a hacer caso a algunos exquisitos del deporte que dicen que unas zapatillas duran 800 kilómetros. ¡Eso será para los que las tienen gratis! Por mi parte, un par de zapatillas me dura unos 2500 kilómetros, que puede ser, según los años, entre 9 y 15 meses, aunque ahora llevo unas que ya tienen bastante más tiempo que ese, aunque menos kilómetros.
Son las sufridas compañeras que menos atención reciben, aguantan el barro, los charcos, las piedras y se lavan de cuando en cuando, porque no hay día que no se las exija una dosis de trabajo.

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