No paraba de mirar el reloj. Ya estaba intranquilo. Quería
salir del trabajo. Quería recoger el dorsal cuanto antes. Su primer dorsal. A
las siete se despidió y salió en dirección al Palacio de los Velada.
Minutos
después estaba en la puerta. Entró y encontró un montón de gente. Algunos de ellos
charlaban distendidamente. Tiempos, entrenamientos y dolores. Se fijó con más detalle en ellos: tenían ese aspecto que tienen los corredores de toda la vida,
fibrosos, delgados, más morenos de lo que se está a estas alturas del año,
vistiendo ropa que realzaba más su planta de atletas, zapatillas deportivas,
camisetas ajustadas con rótulos de otras carreras, de maratones...
Se acercó al mostrador y pidió su
número. “¿Talla de camiseta?”, le
preguntó una de las chicas que atendía. “Pues
… no sé. Dame ¿la L?”. “Pruebatelá
mejor”. Ese punto de desconfianza le dolió un poco.
Se la probó y …
efectivamente, ... “la lorcilla sótano” asomaba peluda por el dobladillo de la camiseta.
Mejor la XL. Si quería correr con
ella mejor evitar apreturas.
Dedicó el resto de la tarde a preparar el material de la
carrera. Colocó el dorsal en su nueva camiseta. Intentó varias veces poner el
chip en su sitió hasta que decidió abandonar en la confianza de que funcionara,
se probó varios pares de calcetines sin decidirse por alguno de ellos, temiendo
que una rozadura echase por tierra todo su esfuerzo.
Después pasó a la parte tecnológica. Necesitaría por lo menos 30 o 35 minutos de
música y, además, acabar con el “We are the
chmapions” de Queen. ¿Cómo hacerlo?
Tenía que entrar con esa canción en meta. Tanto tiempo escuchándola en la tele
cuando alguien ganaba un campeonato o un torneo que esta vez, de cualquier manera,
se la dedicaría a sí mismo. Resolvió grabarla desde el minuto 28 hasta el 42.
Cuatro veces. Si todo iba bien entraría al sonar la primera. En caso contrario
la escucharía tantas veces como fuera necesario.
Revisó el pulsómetro y el cronómetro.
Se acostó y aún le estuvo dando vueltas a la carrera un par
de horas. ¿Sería capaz de terminar? ¿Por qué no? Llevaba casi tres meses
corriendo y ya había hecho alguna salida de 45 minutos, así que terminar... debería terminar. ¿El tiempo?. Aunque a todos los que le preguntaron les decía
que con acabar le valía, en su interior atesoraba una marca con la que soñaba.
No se lo había dicho a nadie. Es cierto que tampoco tenía mucha gente con quien
compartirlo, pero esa marca era su reto personal.
Todavía sentía esa particular emoción imaginando entrar bajo el arco de meta y ver el tiempo en su cronómetro: 29’ 59”.
Se le ponía la carne de gallina solo de pensarlo. Una más de tantas veces.
La admiración de sus amigos,
de sus compañeros de trabajo, …
Se obligó a pensar en otra cosa. Así no pegaría
ojo en toda la noche.
Al día siguiente se levantó tarde. Era sábado. Era EL SÁBADO. Un rato después iba a cumplir un objetivo largamente deseado: correr una carrera.
Desde el momento que puso los pies en el suelo le asaltó una
sensación angustiosa. ¿Qué les pasaba a sus piernas? ¡Qué pesadez! ¡Qué cansancio!
Volvíó a tumbarse. Una hora después se incorporó procurando olvidarse de si sus
piernas estaban dispuestas a correr o no.
El día anterior había resuelto el menú: pasta. Espaguetis
con tomate y atún. Y prontito para hacer una buena digestión.
Y por fin a las cinco y media de la tarde salió en dirección
al Grande. Una garra le atenazaba el estómago. Otra, las piernas y su corazón, convertido en un tambor, latía
a 98 pulsaciones/minuto. La tecnología le empezaba a recordar que, aún sin
empezar a correr, ya estaba mucho más alterado de lo normal.
Quería calentar un rato, pero sin cansarse. Quería estirar
un rato, pero sin poner en peligro su musculatura. Quería disfrutar del
ambiente, pero también estar concentrado, superar el miedo y los nervios que le
atenazaban. ¡qué sensación más extraña!. Estaba a la vez eufórico, asustado, nervioso,
ilusionado, … ¡Por favor!¡Qué den la salida ya!
Y la dieron. Echó a correr. Por un momento se vio invadido
de un cierto temor a caer, le empujaron varias veces, la gente le adelantaba
por todas partes. Había elegido mal donde colocarse. Demasiado adelante. Apretó
el ritmo. Miró su pulsómetro y el cronómetro. No pudo sacar conclusión alguna.
Era demasiado novato para entender lo que estaba pasando.
Corría a más velocidad de lo que lo había hecho nunca.
Al llegar al primer kilómetro tendría una
referencia. Mientras tanto, su único objetivo era mantenerse a flote entre la
marea de corredores.
El primer indicador de la distancia se le pasó sin verlo.
Ya llevaba 8 minutos y tendría que haberlo dejado atrás. El segundo no lo podía
perder. Tenía que saber cómo iba, porque a estas alturas se le estaba saliendo
el corazón por la boca. Su pulsómetro indicaba 143. Los pulmones le estallaban
y las piernas le dolían. Vio a lo lejos el Km 2. 10:59. ¡Dios! Estaba yendo
mucho más deprisa de lo que jamás hubiera pensado. No podría mantener ese ritmo
y mucho menos sabiendo que aún no estaba en la parte más dura del recorrido.
Trató de ralentizar un poco la marcha, pero ahora iba cuesta abajo y se notaba
más cómodo.
El km 3 lo pasó en 16:25. Y entonces empezó a sentir una
oleada de euforia. “Esto debe ser una
subida de adrenalina”. Solo quedaban dos kilómetro y ¡¡¡tenía un margen de
algo más de 13 minutos para cumplir su sueño!!!. Pero ya había terminado la cuesta abajo. Estaba en La Ronda. El primer síntoma de que las cosas no iban bien fue
verse adelantado por oleadas de corredores que habían sido más cautos. El
segundo, el maldito pulsómetro: 162. Muy por encima de lo recomendado. El tercero,
las piernas. Un dolor inmenso y una pesadez enorme le imposibilitaban lanzar el
pie hacia delante. La gravedad se multiplicaba por momentos. Se notaba pegado a
esos adoquines sin capacidad para levantar apenas unos centímetros los pies.
Vio San Vicente. Quedaba poco para terminar la tortura.
Un poco más adelante
estaba el Km 4: 23:52. ¡Casi toda la renta echada a perder! ¡Y aún quedaba un
kilómetro! ¿De donde sacar fuerzas para completarlo? La selección de música
motivadora no estaba sirviendo para nada, de hecho apenas la prestaba atención.
Su cerebro solo estaba ocupado en gestionar las señales de su cuerpo, cada vez
más alarmantes. Entró en el Paseo del Rastro. ¡Estaba agotado! ¿De donde sacar fuerzas para terminar?
No quedaba nada para la meta, pero a la vez lo sentía como una distancia insalvable. Miró el crono justo en el momento en que Queen comenzaba a sonar en sus oídos, pero se dio cuenta de que, en realidad, lo que quería escuchar era los aplausos de la gente y sus gritos “Vamos, vamos vamos. Venga campeón. No queda nada. Vamos, tú puedes”. Se arrancó los auriculares. Noto cómo se le ponía la carne de gallina. Y apretó. Apretó todo lo que pudo. El Grande. Una curva más. Miró al crono entrando en la meta. Apenas pudo entrever el tiempo porque tenía lágrimas en los ojos. 29: 39.
No quedaba nada para la meta, pero a la vez lo sentía como una distancia insalvable. Miró el crono justo en el momento en que Queen comenzaba a sonar en sus oídos, pero se dio cuenta de que, en realidad, lo que quería escuchar era los aplausos de la gente y sus gritos “Vamos, vamos vamos. Venga campeón. No queda nada. Vamos, tú puedes”. Se arrancó los auriculares. Noto cómo se le ponía la carne de gallina. Y apretó. Apretó todo lo que pudo. El Grande. Una curva más. Miró al crono entrando en la meta. Apenas pudo entrever el tiempo porque tenía lágrimas en los ojos. 29: 39.
No pudo contener la emoción. Había terminado. Había cumplido
su objetivo. Estaba riendo y llorando a la vez. Y mientras sus sentidos
procesaban los sonidos, los colores, los olores de la meta, su cerebro
estallaba en reacciones emocionales jamás sentidas.
Su médico se fundió en un abrazo con él.
Todos esos largos meses
de terapia habían dado resultado.
Su paciente estaba a salvo. Adiós pastillas.
Por fin había encontrado
otro motivo para vivir.