Cuando mis hijos eran
pequeños veían Barrio Sésamo. Todos hemos visto el Barrio Sésamo de nuestra
época menos los niños de ahora. Ahora no hay Barrio Sésamo. ¿Qué podemos
esperar de las generaciones futuras si no han pasado por el imprescindible
aprendizaje de Barrio Sésamo? Ahí lo dejo.
Pues bien, en el Barrio
Sésamo de hace quince o veinte años, además de las estrellas Epi, Blas, Coco o Triki,
existía Bluki, un personaje grandote, inocentón hasta rozar la tontería y de
color azul, y cuya única vestimenta consistía en un chaleco, un reloj y un
gorro con una hélice.
A mis hijos les hacía
mucha gracia que Bluki dijera que “le dolía el sombrero”. Papá, me decían, ¿A que no le
puede doler el sombrero?. No. Les
contestaba yo. No le puede doler el
sombrero. El sombrero es una cosa y
no duele. Le puede doler una mano o un pie, pero no el sombrero. (Atentos,…
podría haber profundizado un poco más y haberles dicho que le podía doler el
tensor de la fascia lata o la inserción del peroneo… pero un padre debe ser
prudente y no anticipar acontecimientos).
Pues bien. Vengo
pensando últimamente que podría estar equivocado. Qué pudiera ser que a Bluki, su
sombrero le produjera una suerte de dolor no contemplada en el ámbito médico en
todo su extensión, física, química o sicológica.
Y ¿por qué pienso eso? ¿Chocheo?
Tal vez os preguntareis con cierta pena, sorna o condescendencia. ¿Disfunción
sensorial? ¿Pérdida de consciencia sobre la realidad? ¿Alteración cognitiva?
¿Me he dado a la bebida?
No.
Nada de eso.
Lo pienso porque … a mi
me pasa lo mismo con mi reloj.
Si.
Me duele el reloj.
Ahora sí pensareis que,
o bien he perdido el juicio, o me estoy burlando de vosotros. Respecto a lo
primero… todo llegará, pero todavía no.
En cuanto a lo segundo … ¡JAMAS!. Nada hay
más sagrado que un lector y mucho más cuanto peor escritor es quien escribe, así que lo
que cuento es cierto y verídico. Tal cual lo siento.
Me duele el reloj. Mi
reloj. Mi único reloj. En estos tiempos en los que hay quien tiene un reloj
para cada cosa, para cada día, para el trabajo, para salir de fiesta, para correr o para ir a
la montaña, yo solo tengo un reloj. Y lo tengo desde hace 17 años. 17 años acompañándome
en todas mis actividades y sobre todo corriendo conmigo.
Con este reloj he hecho
más de 30.000 kilómetros de carrera, unos cuantos cientos de competiciones,
miles de series, rodajes, cambios de ritmo … Su cronómetro me ha dado la medida
de mi estado de forma. He luchado contra él a brazo partido, como dos titanes,
él, implacable, sin ceder una sola décima. Yo intentado correr más para
demostrarle que aún podía ganarle.
Hace ya tiempo que este
reloj, esta pequeña máquina de la ingeniería japonesa, empieza a fallar. Nada
diferente a lo que me pasa a mí. He aquí algunos ejemplos de lo que digo.
La luz. Esa pequeña, pequeñísima
bombillita que en tiempos iluminaba toda la pantalla, hace tiempo que dejó de
hacerlo. Poco a poco fue extinguiéndose hasta dejar de funcionar. Por su parte,
mi vista, otrora potente, empezó a “cansarse” hace unos años. La muy vaga. De
manera que tengo que hacer un esfuerzo escrutador por ver qué números pone la
pantalla. De hecho tengo que alargar tanto el brazo que no me da de sí, de lo
pequeños que quedan los números.
El despertador. ¿Es
posible que de tanto llevarlo en la muñeca mi reloj haya acabado por saber de
mí cosas que tal vez ni siquiera yo conozca? Si pongo el despertador y no suena
(no suena seguro, que nadie piense que no lo oigo) … ¿no será que mi reloj ha
decidido que debo descansar un poco más?
El cronómetro. Estoy
haciendo series. Pulso para comenzar, arranco, corro y pulso para terminar.
Miro (bajo una farola) el cronómetro. Bien.
Segunda serie. Pulso
para comenzar, arranco, corro y pulso para terminar. Miro (otra vez bajo una
farola) el cronómetro. Bien.
Tercera serie. Pulso
para comenzar, arranco … y tengo que parar. El cronometro no ha empezado a
contar. Lo manipulo. Pulso una vez, dos, tres … diez, cambio de función, pulso.
Pulso. PULSO. PULSOOOOO!!!. Nada. De pronto vuelve a funcionar. Misteriosamente,
vuelve a funcionar. Corro y pulso al terminar. Miro (… bajo una farola, ya sabéis)
y … horrible, fatal. ¿Por qué? ¿Quería el cronómetro darme un poco más de
tiempo de recuperación? ¿Sabía el cronómetro que esa serie iba a salirme fatal
y se negaba a colaborar en ese momento de frustración?
Antes o después este
reloj dejará de funcionar. Y entonces tendré que buscarle un sustituto. Un
reloj con los números grandes, con luz potente, con un despertador consecuente
con sus obligaciones y un cronómetro que, inevitablemente, tomará unos tiempos
en las series cada vez más alejados de los de su predecesor. ¿Llegará a
comprenderme? ¿Será benévolo conmigo? O por el contrario se comportará con la
arrogancia de los jovencitos, cruel, despiadado y alejado de toda humanidad
como, por otra parte, debería caracterizar a las cosas.
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