viernes, 15 de enero de 2016

ME DUELE EL RELOJ




Cuando mis hijos eran pequeños veían Barrio Sésamo. Todos hemos visto el Barrio Sésamo de nuestra época menos los niños de ahora. Ahora no hay Barrio Sésamo. ¿Qué podemos esperar de las generaciones futuras si no han pasado por el imprescindible aprendizaje de Barrio Sésamo? Ahí lo dejo.

Pues bien, en el Barrio Sésamo de hace quince o veinte años, además de las estrellas Epi, Blas, Coco o Triki, existía Bluki, un personaje grandote, inocentón hasta rozar la tontería y de color azul, y cuya única vestimenta consistía en un chaleco, un reloj y un gorro con una hélice.

A mis hijos les hacía mucha gracia que Bluki dijera que “le dolía el sombrero”. Papá, me decían, ¿A que no le puede doler el sombrero?. No. Les contestaba yo. No le puede doler el sombrero. El sombrero es una cosa y no duele. Le puede doler una mano o un pie, pero no el sombrero. (Atentos,… podría haber profundizado un poco más y haberles dicho que le podía doler el tensor de la fascia lata o la inserción del peroneo… pero un padre debe ser prudente y no anticipar acontecimientos).

Pues bien. Vengo pensando últimamente que podría estar equivocado. Qué pudiera ser que a Bluki, su sombrero le produjera una suerte de dolor no contemplada en el ámbito médico en todo su extensión, física, química o sicológica.

Y ¿por qué pienso eso? ¿Chocheo? Tal vez os preguntareis con cierta pena, sorna o condescendencia. ¿Disfunción sensorial? ¿Pérdida de consciencia sobre la realidad? ¿Alteración cognitiva? ¿Me he dado a la bebida?
No.
 Nada de eso.

Lo pienso porque … a mi me pasa lo mismo con mi reloj.

Si. 
Me duele el reloj.

Ahora sí pensareis que, o bien he perdido el juicio, o me estoy burlando de vosotros. Respecto a lo primero… todo llegará, pero todavía no. 
En cuanto a lo segundo … ¡JAMAS!. Nada hay más sagrado que un lector y mucho más cuanto peor escritor es quien escribe, así que lo que cuento es cierto y verídico. Tal cual lo siento.

Me duele el reloj. Mi reloj. Mi único reloj. En estos tiempos en los que hay quien tiene un reloj para cada cosa, para cada día, para el trabajo, para salir de fiesta, para correr o para ir a la montaña, yo solo tengo un reloj. Y lo tengo desde hace 17 años. 17 años acompañándome en todas mis actividades y sobre todo corriendo conmigo.

Con este reloj he hecho más de 30.000 kilómetros de carrera, unos cuantos cientos de competiciones, miles de series, rodajes, cambios de ritmo … Su cronómetro me ha dado la medida de mi estado de forma. He luchado contra él a brazo partido, como dos titanes, él, implacable, sin ceder una sola décima. Yo intentado correr más para demostrarle que aún podía ganarle.

Hace ya tiempo que este reloj, esta pequeña máquina de la ingeniería japonesa, empieza a fallar. Nada diferente a lo que me pasa a mí. He aquí algunos ejemplos de lo que digo.

La luz. Esa pequeña, pequeñísima bombillita que en tiempos iluminaba toda la pantalla, hace tiempo que dejó de hacerlo. Poco a poco fue extinguiéndose hasta dejar de funcionar. Por su parte, mi vista, otrora potente, empezó a “cansarse” hace unos años. La muy vaga. De manera que tengo que hacer un esfuerzo escrutador por ver qué números pone la pantalla. De hecho tengo que alargar tanto el brazo que no me da de sí, de lo pequeños que quedan los números.

El despertador. ¿Es posible que de tanto llevarlo en la muñeca mi reloj haya acabado por saber de mí cosas que tal vez ni siquiera yo conozca? Si pongo el despertador y no suena (no suena seguro, que nadie piense que no lo oigo) … ¿no será que mi reloj ha decidido que debo descansar un poco más?

El cronómetro. Estoy haciendo series. Pulso para comenzar, arranco, corro y pulso para terminar. Miro (bajo una farola) el cronómetro. Bien.

Segunda serie. Pulso para comenzar, arranco, corro y pulso para terminar. Miro (otra vez bajo una farola) el cronómetro. Bien.

Tercera serie. Pulso para comenzar, arranco … y tengo que parar. El cronometro no ha empezado a contar. Lo manipulo. Pulso una vez, dos, tres … diez, cambio de función, pulso. Pulso. PULSO. PULSOOOOO!!!. Nada. De pronto vuelve a funcionar. Misteriosamente, vuelve a funcionar. Corro y pulso al terminar. Miro (… bajo una farola, ya sabéis) y … horrible, fatal. ¿Por qué? ¿Quería el cronómetro darme un poco más de tiempo de recuperación? ¿Sabía el cronómetro que esa serie iba a salirme fatal y se negaba a colaborar en ese momento de frustración?


Antes o después este reloj dejará de funcionar. Y entonces tendré que buscarle un sustituto. Un reloj con los números grandes, con luz potente, con un despertador consecuente con sus obligaciones y un cronómetro que, inevitablemente, tomará unos tiempos en las series cada vez más alejados de los de su predecesor. ¿Llegará a comprenderme? ¿Será benévolo conmigo? O por el contrario se comportará con la arrogancia de los jovencitos, cruel, despiadado y alejado de toda humanidad como, por otra parte, debería caracterizar a las cosas.


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