Ahora, con los años, puede
pensarse que aquella manera de entrenar era una mezcla proporcional entre
temeraria, grotesca, ridícula, pretenciosa, ingenua, atrevida y tantos otros
calificativos como cada uno quiera añadir.
Pero era el comienzo del
atletismo popular y todo estaba por descubrir.
Hasta que el Doctor Sheeham, un
afamado cardiólogo y corredor norteamericano no empezó a asomarse por las
estanterías de las librerías españolas, no existía prácticamente literatura alguna que iluminase nuestros
inicios en el maratón, de tal manera que si ahora los 7000 corredores que
tomamos la salida en la primera edición del maratón de Madrid fuéramos encuestados
sobre nuestros métodos, realmente las respuestas podrían justificar todos y
cada uno de los calificativos a los que antes me refería y cuya lista resulta
interesadamente corta, por no resultar pesado.
Mis tres amigos, Francisco,
Miguel y Samuel, a los que ya he hecho referencia en otras ocasiones en mis Crónicas del Pleistoceno y yo diseñamos un sofisticado método de entrenamiento que
comenzó tres semanas antes de la gran cita. Contábamos con dos estudiadas alternativas.
El entrenamiento 1 consistía en
recorrer la distancia que media entre nuestra pista de atletismo de la
Concepción y el Santiago Bernabeu, dos iconos del deporte madrileño, con
distinta suerte, mientras la pista de atletismo no para de menguar, el estadio
del equipo madrileño sigue creciendo a golpe de modificación de plan urbanístico.
En total la distancia ida y vuelta debía ser como de 15 kilómetros.
El entrenamiento 2 era nuestro preferido.
Pariendo del mismo punto de inicio, nos dirigíamos a la calle Arturo Soria que recorríamos
al trote hasta que aparecía el autobús de la Empresa Municipal de Transportes
número 70. En ese momento comenzaba el verdadero entrenamiento. A toda
velocidad, sorteando peatones, señales de tráfico, árboles, niños, carritos de niños, perros, correas de
perros y semáforos recorríamos por la acera lo que el autobús hacía por la
calzada, con una ventaja para nosotros: las paradas y los semáforos. Allí donde
el 70 tenía que parar a recoger pasajeros, nuestras carreras se igualaban o le tomábamos
suficiente ventaja para recuperar resuello. Y lo mismo ocurría en los
semáforos: el 70 no se los podía saltar. Nosotros, que me perdone mi madre, si. (Ten cuidadito, hijo, ten cuidadito).
Competir contra el 70 llevaba
aparejado un aliciente extra: los pasajeros. Sus caras iban desde el “mira-esos-idiotas,
donde-irán” hasta el “mira-esos-idiotas, que-graciosos”. El caso es que cuando
nos adelantaba el 70 casi todas las caras se volvían a ver cuánto de atrás nos
quedábamos, mientras que las pocas veces que nosotros le adelantábamos, pegaban la
cara al cristal para ver nuestra ventaja.
Arturo Soria es una calle larga, muy
larga cuando persigues a un autobús y, a pesar de que entonces ya había un tráfico
considerable, lo normal es que el 70 desapareciera de nuestra vista para no
volverle a ver… hasta que aparecía a nuestras espaldas el siguiente. Y vuelta a empezar.
¿Cambios de ritmo? ¿Fartlek?
¿Series? En aquél entonces, perseguir al 70 no tenía nombre. Pero era
divertido.
Tres semanas de entrenamiento y a
competir. Ahí lo dejo. Probadlo y me contáis.
Nosotros cuatro terminamos el maratón.
¿Cómo es posible que recuerdes con tanto detalle estas cosas? Mi memoria sólo da para recordar que cambiamos la marcha por carrera las dos o tres semanas anteriores al maratón y para mostrarme alguna imagen difusa de nosotros corriendo por Arturo Soria. Pero lo del 70, ni después de leerlo consigo recordarlo, y eso que tuvo que ser memorable :)
ResponderEliminarQue tengas un feliz año.