lunes, 7 de noviembre de 2016

LA ÚLTIMA SERIE





Aquella era una de esas mañanas en las que a mitad del calentamiento ya vas pensando que tal vez hubiera sido mejor quedarse en casa. Pero, como otras muchas de aquellas mañanas, ahí estaba, terminado de rodar cansinamente los veinte minutos de rigor.

La recta del Retiro era un sitio perfecto para hacer series. Y mucho más ese día, uno de los típicos del otoño madrileño, con algo del frio que aún estaba por llegar, pero con el sol abriéndose paso entre las cada vez menos pobladas copas de los árboles. Colores marrones, rojizos, amarillentos, verdes y azules.  Algunos paseantes con las manos en los bolsillos del abrigo y trabajadores del parque en las tareas de mantenimiento.

Comencé la larga y tediosa sesión de series. Tenía por delante veinte “cuatrocientos”. Y si algún entrenamiento se me hacía especialmente odioso, era ese. Pero mi entrenador era inflexible. No había manera de cambiarlo por otro.

Las cinco primeras, entre las que mediaba un muy exiguo intervalo de cuarenta segundos, fueron suficientes para comprobar que las sensaciones del calentamiento eran poco con lo que la realidad me tenía reservado: me dolían las piernas, me encontraba tremendamente fatigado y lo peor de todo: mi cabeza no paraba de golpearme “párate” “vete a casa”.

Mientras, en la pradera que se extendía a la derecha del árbol que marcaba la imaginaria línea de meta, un jardinero se afanaba en recoger las hojas de los árboles.

Después de tres minutos de recuperación, comencé el segundo bloque. Ahora, cada vez que terminaba una serie y, tras comprobar que los tiempos estaban muy alejados de lo que deberían ser, mi mirada se dirigía al jardinero. Una serie detrás de otra comprobaba el avance de su trabajo.

Puestos a ocupar la mente en este espanto de entrenamiento, comencé a percibir cómo esa ligera brisa que yo había elegido convenientemente a mi favor, trabajaba en contra de aquél hombre que, con una paciencia que yo no acaba de entender, volvía una y otra vez a amontonar las hojas que se negaban a mantenerse en grupo.

Según avanzaba en mi entrenamiento, el jardinero iba dejando completamente limpia de hojas la pradera. 
Trece, catorce, quince. Descanso. 
Si hasta ese momento la recuperación había sido con un ligero trotecillo, esta vez me fui directamente a sentarme a un banco de los que flanqueaban el camino. Miré el crono. ¡Qué desastre! Hice intención de consultar los tiempos de unas cuantas series más atrás, pero cambié de opinión. 
En su lugar me quedé observando al jardinero. Un tipo enjuto, alto, espigado, moreno, completamente concentrado en su tarea. A esas alturas, tenía tres cuartas partes de la pradera completamente recogida. Ni una hoja se le había quedado atrás. Tres cuartas partes. 

Qué casualidad. Le quedaba un cuarto. Como a mí. 

Me levanté de nuevo, me dirigí trotando a la raya marcada sobre el camino y me lancé a realizar el último bloque de series. 
Dieciséis, diecisiete, dieciocho. 
Engañándome a mí mismo cada vez recuperaba más tiempo y cada resultado, peor. 
Diecinueve. 

Y se acabó.

Me fui al banco. Solo me quedaba un cuatrocientos. Uno solo. La frontera entre la satisfacción de acabar el entrenamiento, por muy mal que fuera resultado y la de marcharme a casa sabiendo que las series me habían vencido. Pero no haría más. 

Un acto de rebeldía, tan infantil como inútil.

Me senté en el banco observando al jardinero. Estaba terminando su trabajo, sin que pareciera que alguna vez él lo fuera a dar por acabado. Con todo recogido estaba volviendo una y otra vez sobre sus pasos para apilar las últimas hojas que el viento, que parecía burlarse de él, había hecho caer sobre el césped.

Por fin, colocó el rastrillo sobre el carro, vino hacia mí y se sentó. En silencio, sin que nada pareciera hacerle reparar que yo estaba ahí rumiando mi frustración se quitó los guantes y se masajeó un poco el cuello, luego la gorra y se atusó el pelo.

Entonces, tras un breve espacio de tiempo, se levantó con parsimonia, se giró y mirando a su pradera dijo: “Termina. Te queda una”. Y se marchó de vuelta hacia su carrito.

Me le quedé mirando. Primero sentado. Luego me puse en pie para ver cómo levantaba de nuevo el rastrillo y comenzaba a atacar la manta de hojas entre los árboles.
 Completamente sorprendido dudé entre mandarle a tomar vientos o preguntarle que qué demonios le importaba a él maldita sea…. 

Pero me quedé callado.

Me fui a la salida y completé la vigésima serie. 
No miré el tiempo. 
No me importaba.


De camino al banco a estirar y terminar la sesión por ese día, me fijé en cuatro o cinco hojas que habían caído de nuevo sobre la pradera. 
Antes de marcharme pasé por allí a recogerlas. 
De reojo busqué al jardinero. 
Estaba mirándome con las manos apoyadas en el mango de su rastrillo. 
Despacio levantó un pulgar hacia arriba y con una amplia sonrisa se dio la vuelta y continuó su trabajo.

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