FOTO: Runonline |
Me fui a Mejorada del Campo a
correr un diez mil.
Camino de Madrid por la carretera
de El Espinar a las 7:15 de la mañana me pregunte ¿A qué vas a Mejorada del
Campo a correr una carrera de diez kilómetros? ¿No tienes otra cosa mejor que
hacer?
Pasé sobre el embalse del
Voltoya. La luz del amanecer se filtraba por las columnas de vapor que emanaba
del agua. Si no hubiera pasado por aquí no lo habría visto. Seguí adelante.
Crucé Madrid y me perdí. Siempre
me pierdo porque la chica del GPS de mi móvil se suele distraer con el paisaje.
No quise importunarla, así que la pedí un minuto de atención y me llevó hasta
una señal. “Mejorada 9”.
“Gracias”, la dije. “Puedes
seguir a lo tuyo. Ya me apaño yo”.
“El GPS ha perdido la señal”, me contestó dedicándome una cautivadora sonrisa.
Llegué con tiempo suficiente para
aparcar cerca de la meta, coger el dorsal y calentar tranquilo. Hacía bueno, sol
y un aire fresquito que haría la carrera agradable.
Sin atascos en la salida fue
fácil coger ritmo. Esta carrera en otro tiempo era muy populosa, en la época
del circuito de carreras Joma, donde venía a correr un numeroso grupo de
atletas de lo mejor de Madrid y alrededores.
Salí fuerte, aunque en realidad
el crono, en el kilometro 1, ya me sugería que no era para tanto. En el 2 y en
el 3 me lo volvió a dejar claro: “no vas
tan bien como tú te crees, majete”. Mi crono tiene demasiada confianza
conmigo. Lleva 17 años poniéndome nota en cada serie, en cada competición. Nunca
me ha regalado un solo segundo. Los japoneses son así.
Al poco de empezar a recorrer el
kilómetro 4 la calle se empinó. Se empinó mucho. Yo llevaba una cantidad de fuerza
suficiente para 10 km llanos, lo llano que puede ser una carrera en Madrid y
alrededores. En mil metros de subida la consumí casi toda.
Eran las 10:12 de la mañana.
Entonces me pregunté. ¿Qué haces aquí?
¿Por qué no te paras? Venías a hacer una carrera formidable, a aumentar tu autoestima,
a demostrarte que eres la leche y que vas recuperando ritmo de competición a
toda velocidad … y no lo vas a hacer. Estás cagándola.
Miré el crono … “igual ni bajas de 40 minutos, majete”,
me dijo para corroborar el razonamiento.
19’30” en el cincomil. Y me queda
otra vuelta con su cuesta incluida. Y eso por no hablar de las sensaciones.
Me dolían las piernas y jadeaba
como una vieja cafetera. Pero seguí. Ya
que estoy aquí, habrá que terminar, me dije. Y volví a recorrer el mismo
trazado sabiendo, ahora sí, que la cuesta del 8 al 9 me iba a dejar tieso. Miré
el contador de fuerza. Estaba por debajo de la línea roja. Miré el crono…
implacable. Se me escapaban los segundos a un ritmo escandaloso.
Terminé. Llegué en la reserva
porque, aunque parezca que no, siempre queda un poquito más. Miré el crono … 39’51”.
“Listillo”. “Eres un listillo”, le dije.
“Bip, bip, bip”. Me contestó.
“Ya lo sé”. “Yo también te quiero”.
Y entonces me fui a ver la Catedral
de Justo. Y allí dentro entendí unas cuantas cosas sobre el esfuerzo. Pero esa
historia os la cuento mañana.
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