jueves, 18 de abril de 2019

MARÍA LA PIONERA




Las acelgas hervidas a falta de rehogarlas y el pescado a medio rebozar.

María se lavó las manos embadurnadas de harina, se apartó un mechón de pelo de la cara y se quitó el delantal.

Acababa de escuchar en la radio otra vez lo del primer maratón de Madrid para el próximo mes de mayo y si la primera vez la idea le rondó en la cabeza como uno de esos sueños imposibles, esta vez la sola mención de la carrera la alcanzó como un rayo en mitad de su cerebro. Un latigazo. Una decisión. 
El 21 de mayo de 1978. Quedaban cinco meses.

Se asomó al comedor para comprobar algo que ya sabía de sobra: su marido y sus tres hijos estaban repartidos entre el sofá y el suelo viendo en la tele cómo Curro Jiménez y sus muchachos ayudaban a algún infeliz a salir de los apuros de la vida haciéndose un Robin Hood en versión Serranía de Ronda.

Todo en el orden esperado.

Entró a la habitación de su hijo mayor y se puso su chándal más viejo, de los que ya apenas usaba y las zapatillas de jugar al tenis. Calzaban más o menos el mismo número… o eso creía. ¡Caramba, que pequeñas eran! Otra ojeada al salón para comprobar de nuevo que los bandoleros estaban entreteniendo a su familia lo suficiente como para que no advirtieran su ausencia y un veloz “ahora vengo” que no fue siquiera contestado.

Ya en la puerta se calzó un gorro de lana en la cabeza escondiendo bien el pelo para pasar todo lo desapercibida posible y bajó las escaleras del bloque con la esperanza de no encontrar a nadie.

Abrió la puerta del portal, miró a ambos lados. Horizonte despejado.

Y allí mismo María comenzó a correr camino del parque. De noche y sola. Corriendo, de noche y sola. No alcanzaba a distinguir cuantos latidos de su corazón se debían a la emoción de hacer lo que estaba haciendo y cuantos otros al esfuerzo de correr. Porque María había corrido de joven en el colegio y muy bien. Era una gran deportista. Todo lo que intentaba le salía. Por eso jugó durante todos los cursos del bachillerato en el equipo de baloncesto del colegio de las monjas. Pero después todo acabó y de eso hacía ya más de veinte años.

Su cuerpo había cambiado. Su vida en casa, los tres embarazos, el trabajo de criar los hijos, lavar, planchar, cocinar… nada tenía que ver con el deporte. Nada. Sintió una punzada de tristeza.

Giró la esquina y se dio de bruces con Don Eulogio, el aparejador del tercero, que se sobresaltó al ver a alguien corriendo. No la reconoció. ¿O sí? Pronto lo sabría. Al día siguiente. En cuanto bajara a la calle, los comentarios en el bloque girarían en torno a ella o a Curro Jiménez.

Llegó al parque. La emoción, la fatiga y ahora el miedo. Solitario y oscuro, ese parque sería su lugar de entrenamiento así que o entraba y se demostraba a sí misma la determinación de llevar su idea hasta el final o se volvía a casa, a sus acelgas y a su rutina.

Se detuvo. Miró hacia dentro alerta. ¿Qué esperaba? ¿Fieras? ¿Monstruos? ¿Dragones? ¿Los yonquis del barrio? Atenta a cualquier movimiento dio unos pasos hasta alcanzar el paseo central y desde allí volvió a escrutar a la tenue luz de las farolas los bancos, las entradas laterales. Nadie. No había nadie.

Comenzó a correr. La primera vuelta con los cinco sentidos dedicados a advertir cualquier movimiento o ruido que pudiera suponer un peligro. La segunda más relajada, atenta a la reacción de su cuerpo al esfuerzo y la tercera, eufórica de su hazaña.

Volvió a casa. No sabía cuanto tiempo había estado fuera. Abrió la puerta, asomó la cabeza al comedor con un “ya estoy aquí” sin respuesta, se cambió rápidamente de ropa y terminó de rebozar el pescado.

Ya está la cena”. Curro Jiménez se alejaba al galope a lomos de su montura en compañía del Estudiante y el Algarrobo.

"Mamá, ¿qué te pasa? ¿Estás bien? ¿Por qué sonríes?"

"¿Y por qué llevas un gorro en la cabeza?"