martes, 29 de noviembre de 2016

AÑO 1978. EL PLAN (CON PERDÓN) DE ENTRENAMIENTO DE MI PRIMERA MARATON.



Ahora, con los años, puede pensarse que aquella manera de entrenar era una mezcla proporcional entre temeraria, grotesca, ridícula, pretenciosa, ingenua, atrevida y tantos otros calificativos como cada uno quiera añadir.

Pero era el comienzo del atletismo popular y todo estaba por descubrir.

Hasta que el Doctor Sheeham, un afamado cardiólogo y corredor norteamericano no empezó a asomarse por las estanterías de las librerías españolas, no existía prácticamente  literatura alguna que iluminase nuestros inicios en el maratón, de tal manera que si ahora los 7000 corredores que tomamos la salida en la primera edición del maratón de Madrid fuéramos encuestados sobre nuestros métodos, realmente las respuestas podrían justificar todos y cada uno de los calificativos a los que antes me refería y cuya lista resulta interesadamente corta, por no resultar pesado.

Mis tres amigos, Francisco, Miguel y Samuel, a los que ya he hecho referencia en otras ocasiones en mis Crónicas del Pleistoceno y yo diseñamos un sofisticado método de entrenamiento que comenzó tres semanas antes de la gran cita. Contábamos con dos estudiadas alternativas.

El entrenamiento 1 consistía en recorrer la distancia que media entre nuestra pista de atletismo de la Concepción y el Santiago Bernabeu, dos iconos del deporte madrileño, con distinta suerte, mientras la pista de atletismo no para de menguar, el estadio del equipo madrileño sigue creciendo a golpe de modificación de plan urbanístico. En total la distancia ida y vuelta debía ser como de 15 kilómetros.

El entrenamiento 2 era nuestro preferido. Pariendo del mismo punto de inicio, nos dirigíamos a la calle Arturo Soria que recorríamos al trote hasta que aparecía el autobús de la Empresa Municipal de Transportes número 70. En ese momento comenzaba el verdadero entrenamiento. A toda velocidad, sorteando peatones, señales de tráfico, árboles, niños, carritos de niños, perros, correas de perros y semáforos recorríamos por la acera lo que el autobús hacía por la calzada, con una ventaja para nosotros: las paradas y los semáforos. Allí donde el 70 tenía que parar a recoger pasajeros, nuestras carreras se igualaban o le tomábamos suficiente ventaja para recuperar resuello. Y lo mismo ocurría en los semáforos: el 70 no se los podía saltar. Nosotros, que me perdone mi madre, si. (Ten cuidadito, hijo, ten cuidadito).

Competir contra el 70 llevaba aparejado un aliciente extra: los pasajeros. Sus caras iban desde el “mira-esos-idiotas, donde-irán” hasta el “mira-esos-idiotas, que-graciosos”. El caso es que cuando nos adelantaba el 70 casi todas las caras se volvían a ver cuánto de atrás nos quedábamos, mientras que las pocas veces que nosotros le adelantábamos,  pegaban la cara al cristal para ver nuestra ventaja.

Arturo Soria es una calle larga, muy larga cuando persigues a un autobús y, a pesar de que entonces ya había un tráfico considerable, lo normal es que el 70 desapareciera de nuestra vista para no volverle a ver… hasta que aparecía a nuestras espaldas el siguiente. Y vuelta a empezar.

¿Cambios de ritmo? ¿Fartlek? ¿Series? En aquél entonces, perseguir al 70 no tenía nombre. Pero era divertido.

Tres semanas de entrenamiento y a competir. Ahí lo dejo. Probadlo y me contáis.


Nosotros cuatro terminamos el maratón. 

viernes, 18 de noviembre de 2016

¡A FORMAR!. DE CÓMO FUERON MIS PRIMEROS PASOS EN EL DEPORTE Y SOBREVIVÍ SIN ABORRECERLO



¡A formar! Ordenaba con estudiada pose marcial Don Jerónimo.

Cuenta la leyenda que Don Jerónimo, el profe de gimnasia, era sargento retirado del ejército y a partir de ahí, ésta, la leyenda, era adornada con múltiples historias forjadas durante tantas generaciones de estudiantes del colegio “Begoña”. Mi colegio.

Las había para todos los gustos, aquellos que le consideraban un héroe nacional, inventaban hechos que ensombrecerían las hazañas de John Mclane o Bruce Willis, que ya se confunden uno y otro.
 Por el contrario, los que le odiaban, aventuraban que había sido expulsado del ejército con deshonor por sádico, tirano, cruel y opresor y para colmo, que le habían arrancado las charreteras y todos los botones de la chaqueta en señal de repudio.

Sea como fuere allí estábamos formados en fila de a cuatro todos los chicos de 4º curso. Por entonces a mi cole no iban niñas. De eso se libraron... o ellas se lo perdieron.

Formados, sin rechistar, espalda recta, barbilla alta y a la distancia exacta de un brazo apoyado en el hombro del compañero de delante. En camiseta de manga corta de color blanco y pantalón corto de color azul. Los más bajitos ocupando el frente (yo en segunda fila, que no había dado y ni siquiera apuntaba a hacerlo, el estirón). Los más altos detrás.

Cierto es que Madrid no es Ávila, pero el invierno en la capital tiene sus días, cosa que a Don Jerónimo le importaba aproximadamente lo mismo que una plantación extensiva de rábanos. Allí estábamos formados en un patio entre bloques de edificios en cuyos bajos residía mi colegio, con las piernas y los brazos más bien tirando a morado y tiritando de frío.

Después de la formación venía el “rompan filas” y el inicio de la sesión  “a ver quien se abre la cabeza hoy”.

Don Jerónimo, con cuidadosa y estudiada periodicidad, alternaba los siguientes instrumentos que alguien llamaba aparatos de gimnasia y que, por otra parte, era el único material deportivo con el que contábamos en el colegio: el potro, el plinton, el caballo y unas sillitas de tijera de madera muy propias para pasar una tarde en el campo, aunque Don Jerónimo le tenía reservado otro fin algo menos lúdico.

Y además teníamos unas cuantas colchonetas. Nunca descubrimos el motivo por el que jamás estaban donde deberían estar, sino unos centímetros más atrás o más adelante, a la derecha o a la izquierda. Muchos años trabajando con Don Jerónimo probablemente les había conferido un carácter semejante.

Estábamos hablando del potro, el plinton, el caballo y las sillas de tijera. Pues bien. 
En fila de a uno y empezando por Roa y su metro veinte hasta un repetidor de cuyo apellido no me acuerdo (en aquella época no teníamos nombre, solo apellido), comenzaba una sesión de salto al grito de “potro exterior”. Don Jerónimo tocaba su silbato, ¡Piiiii!, reluciente sobre su chaqueta verde, verde caqui (faltaría más) y comenzaba una rueda de saltos. 
En general el potro exterior no tenía mayor dificultad. Una pierna por un lado, otro por el otro y listo.

El problema radicaba en que Don Jerónimo, alimentando su leyenda, jamás permitía que todo el grupo saliese airoso de la clase de gimnasia.

Así que pasaba a la segunda fase. “Potro interior” Piiiiiiii. 
¡Zas! Uno, dos, tres, Iglesias ,… los cinco o seis primeros, que habíamos albergado esperanzas de que ese día sí íbamos a ser capaces de acabar sin incidentes la clase, éramos presa de la cólera de don Jerónimo (¡Inútiles! ¡Parecéis niñas! y un largo etcétera)  a las que sumar las siempre mordaces burlas del resto de los compañeros. 

¡Faltaría más!

Y el potro era lo fácil. Ahí estaba esperando el caballo, cuya grupa era lo suficientemente larga como para estrellar el sacro, que por entonces se llamaba simplemente culo, en la dura madera del equino, supuestamente recubierta de gomaespuma, comprimida por décadas de uso y de un cuero curtido, cómo no, a culadas.

Y aún, si quedaba tiempo, siempre podíamos recurrir al plinton, donde Don Jerónimo explicaba con la ayuda del atlético Jurado, nuestro gimnasta por excelencia, cómo saltar estirando los brazos, apoyándolos en la parte superior del plinton y, metiendo la cabeza hacia el pecho, elevar las piernas y dar una voltereta sobre el elemento, saliendo con las piernas estiradas y cayendo con los pies juntos.
Dejo a vuestra imaginación el resultado.

Y ¿Las sillas de tijera? No me he olvidado de ellas, no. Había días en los que Don Jerónimo se mostraba más complaciente y nos permitía disfrutar media hora de clase haciendo volteretas adelante, volteretas hacia atrás, volteretas laterales (jamás en mi vida he dado una, pero en la masa de 45 alumnos no me resultaba difícil pasar desapercibido), el pino apoyado en la pared, el pino al aire (igual de jamás) etc. 

Y la otra mitad …
¡A formar! Cuatro filas, sin rechistar, espalda recta, barbilla alta…. Las sillas colocadas una enfrente de cada fila. Tras ellas una colchoneta. 
Combinación letal. 
Silla y colchoneta.

“El salto del león” Piiiiiiii.

Espero y deseo que la mayoría de los complacientes lectores nunca hayan tenido que sufrir algo semejante a lo que paso a describir: Don Jerónimo y el salto del león. 
Se trataba (¡simplemente?) de correr, tomar impulso y volar por encima de la silla cayendo con los brazos extendidos mientras se daba una voltereta hacia delante.

El caso es que probablemente no sea tan difícil, pero con nueve o diez años tienes derecho a tener terror a algo, a los perros, a las arañas, al hombre del saco, a la mano negra … o al salto del león. Cierto es que yo también le tenía miedo a la mano negra … pero es que mi barrio  de Madrid no era precisamente el barrio de Salamanca (el barrio fino, para que me entiendan los foráneos)… aunque eso es otra historia.

Tengo en mi recuerdo un salto en particular en el que mis brazos y piernas estaban retorcidos en un amasijo de madera y extremidades. ¿La colchoneta? Debió apartarse mientras yo estaba en vuelo.
Sé que rompí la silla y, sin embargo, yo no me rompí nada … óseo, muscular ni tendinoso. 

Desde aquél día empecé a tener más miedo al salto del león (a la clase de gimnasia entera, mejor dicho, en realidad a Don Jerónimo o su proximidad) que a la mano negra.


Con el tiempo descubrí varias cosas. 
La primera, que no era cierta ninguna de las historias sobre Don Jerónimo. 
La segunda, que no es difícil romperse un hueso: yo llevo varios, pero suele pasar de la manera más tonta. 
La tercera que la mano negra no existió nunca. 
La cuarta, que jamás volveré a saltar un potro, un plinton o un caballo ni, por supuesto, haré el salto del león. 
Y la quinta, que ni Don Jerónimo ni nadie ha sido ni será capaz de evitar que siga haciendo deporte … hasta que yo mismo lo decida.

lunes, 7 de noviembre de 2016

LA ÚLTIMA SERIE





Aquella era una de esas mañanas en las que a mitad del calentamiento ya vas pensando que tal vez hubiera sido mejor quedarse en casa. Pero, como otras muchas de aquellas mañanas, ahí estaba, terminado de rodar cansinamente los veinte minutos de rigor.

La recta del Retiro era un sitio perfecto para hacer series. Y mucho más ese día, uno de los típicos del otoño madrileño, con algo del frio que aún estaba por llegar, pero con el sol abriéndose paso entre las cada vez menos pobladas copas de los árboles. Colores marrones, rojizos, amarillentos, verdes y azules.  Algunos paseantes con las manos en los bolsillos del abrigo y trabajadores del parque en las tareas de mantenimiento.

Comencé la larga y tediosa sesión de series. Tenía por delante veinte “cuatrocientos”. Y si algún entrenamiento se me hacía especialmente odioso, era ese. Pero mi entrenador era inflexible. No había manera de cambiarlo por otro.

Las cinco primeras, entre las que mediaba un muy exiguo intervalo de cuarenta segundos, fueron suficientes para comprobar que las sensaciones del calentamiento eran poco con lo que la realidad me tenía reservado: me dolían las piernas, me encontraba tremendamente fatigado y lo peor de todo: mi cabeza no paraba de golpearme “párate” “vete a casa”.

Mientras, en la pradera que se extendía a la derecha del árbol que marcaba la imaginaria línea de meta, un jardinero se afanaba en recoger las hojas de los árboles.

Después de tres minutos de recuperación, comencé el segundo bloque. Ahora, cada vez que terminaba una serie y, tras comprobar que los tiempos estaban muy alejados de lo que deberían ser, mi mirada se dirigía al jardinero. Una serie detrás de otra comprobaba el avance de su trabajo.

Puestos a ocupar la mente en este espanto de entrenamiento, comencé a percibir cómo esa ligera brisa que yo había elegido convenientemente a mi favor, trabajaba en contra de aquél hombre que, con una paciencia que yo no acaba de entender, volvía una y otra vez a amontonar las hojas que se negaban a mantenerse en grupo.

Según avanzaba en mi entrenamiento, el jardinero iba dejando completamente limpia de hojas la pradera. 
Trece, catorce, quince. Descanso. 
Si hasta ese momento la recuperación había sido con un ligero trotecillo, esta vez me fui directamente a sentarme a un banco de los que flanqueaban el camino. Miré el crono. ¡Qué desastre! Hice intención de consultar los tiempos de unas cuantas series más atrás, pero cambié de opinión. 
En su lugar me quedé observando al jardinero. Un tipo enjuto, alto, espigado, moreno, completamente concentrado en su tarea. A esas alturas, tenía tres cuartas partes de la pradera completamente recogida. Ni una hoja se le había quedado atrás. Tres cuartas partes. 

Qué casualidad. Le quedaba un cuarto. Como a mí. 

Me levanté de nuevo, me dirigí trotando a la raya marcada sobre el camino y me lancé a realizar el último bloque de series. 
Dieciséis, diecisiete, dieciocho. 
Engañándome a mí mismo cada vez recuperaba más tiempo y cada resultado, peor. 
Diecinueve. 

Y se acabó.

Me fui al banco. Solo me quedaba un cuatrocientos. Uno solo. La frontera entre la satisfacción de acabar el entrenamiento, por muy mal que fuera resultado y la de marcharme a casa sabiendo que las series me habían vencido. Pero no haría más. 

Un acto de rebeldía, tan infantil como inútil.

Me senté en el banco observando al jardinero. Estaba terminando su trabajo, sin que pareciera que alguna vez él lo fuera a dar por acabado. Con todo recogido estaba volviendo una y otra vez sobre sus pasos para apilar las últimas hojas que el viento, que parecía burlarse de él, había hecho caer sobre el césped.

Por fin, colocó el rastrillo sobre el carro, vino hacia mí y se sentó. En silencio, sin que nada pareciera hacerle reparar que yo estaba ahí rumiando mi frustración se quitó los guantes y se masajeó un poco el cuello, luego la gorra y se atusó el pelo.

Entonces, tras un breve espacio de tiempo, se levantó con parsimonia, se giró y mirando a su pradera dijo: “Termina. Te queda una”. Y se marchó de vuelta hacia su carrito.

Me le quedé mirando. Primero sentado. Luego me puse en pie para ver cómo levantaba de nuevo el rastrillo y comenzaba a atacar la manta de hojas entre los árboles.
 Completamente sorprendido dudé entre mandarle a tomar vientos o preguntarle que qué demonios le importaba a él maldita sea…. 

Pero me quedé callado.

Me fui a la salida y completé la vigésima serie. 
No miré el tiempo. 
No me importaba.


De camino al banco a estirar y terminar la sesión por ese día, me fijé en cuatro o cinco hojas que habían caído de nuevo sobre la pradera. 
Antes de marcharme pasé por allí a recogerlas. 
De reojo busqué al jardinero. 
Estaba mirándome con las manos apoyadas en el mango de su rastrillo. 
Despacio levantó un pulgar hacia arriba y con una amplia sonrisa se dio la vuelta y continuó su trabajo.

jueves, 3 de noviembre de 2016

"100 METROS " Y LA HISTORIA DE KAYLA




Mañana viernes se estrena en España la película “100 metros”. Cuenta la historia de un hombre, participante habitual en competiciones deportivas, como cualquier de nosotros, al que un día se le diagnostica que padece esclerosis múltiple.

 Con ese título y a partir de ahí … mejor verlo en el cine.

 Este es el tráiler de la película. Dura muy poco. A continuación os dejo otro. La historia de Kayla. Una niña también con esclerosis múltiple.

 

Una lección importante para los que nos hundimos por una lesión. Una ayuda para cuando sintáis que la vida puede con vosotros.