¡A
formar! Ordenaba con estudiada pose marcial Don Jerónimo.
Cuenta
la leyenda que Don Jerónimo, el profe de gimnasia, era sargento retirado del ejército y a partir de ahí, ésta, la
leyenda, era adornada con múltiples historias forjadas durante tantas
generaciones de estudiantes del colegio “Begoña”. Mi colegio.
Las
había para todos los gustos, aquellos que le consideraban un héroe nacional,
inventaban hechos que ensombrecerían las hazañas de John Mclane o Bruce Willis,
que ya se confunden uno y otro.
Por el contrario, los que le odiaban,
aventuraban que había sido expulsado del ejército con deshonor por sádico,
tirano, cruel y opresor y para colmo, que le habían arrancado las charreteras y
todos los botones de la chaqueta en señal de repudio.
Sea
como fuere allí estábamos formados en fila de a cuatro todos los chicos de 4º
curso. Por entonces a mi cole no iban niñas. De eso se libraron... o ellas se lo perdieron.
Formados,
sin rechistar, espalda recta, barbilla alta y a la distancia exacta de un brazo
apoyado en el hombro del compañero de delante. En camiseta de manga corta de
color blanco y pantalón corto de color azul. Los más bajitos ocupando el frente
(yo en segunda fila, que no había dado y ni siquiera apuntaba a hacerlo, el
estirón). Los más altos detrás.
Cierto
es que Madrid no es Ávila, pero el invierno en la capital tiene sus días, cosa
que a Don Jerónimo le importaba aproximadamente lo mismo que una plantación extensiva de rábanos. Allí
estábamos formados en un patio entre bloques de edificios en cuyos bajos
residía mi colegio, con las piernas y los brazos más bien tirando a morado y
tiritando de frío.
Después
de la formación venía el “rompan filas” y el inicio de la sesión “a ver
quien se abre la cabeza hoy”.
Don
Jerónimo, con cuidadosa y estudiada periodicidad, alternaba los siguientes
instrumentos que alguien llamaba aparatos de gimnasia y que, por otra parte,
era el único material deportivo con el que contábamos en el colegio: el potro,
el plinton, el caballo y unas sillitas de tijera de madera muy propias para pasar
una tarde en el campo, aunque Don Jerónimo le tenía reservado otro fin algo menos lúdico.
Y
además teníamos unas cuantas colchonetas. Nunca descubrimos el motivo por el
que jamás estaban donde deberían estar, sino unos centímetros más atrás o más adelante,
a la derecha o a la izquierda. Muchos años trabajando con Don Jerónimo probablemente les
había conferido un carácter semejante.
Estábamos
hablando del potro, el plinton, el caballo y las sillas de tijera. Pues bien.
En fila de a uno y empezando por Roa y su metro veinte hasta un repetidor de
cuyo apellido no me acuerdo (en aquella época no teníamos nombre, solo
apellido), comenzaba una sesión de salto al grito de “potro exterior”. Don Jerónimo
tocaba su silbato, ¡Piiiii!, reluciente
sobre su chaqueta verde, verde caqui (faltaría más) y comenzaba una rueda de saltos.
En general el potro exterior no tenía mayor dificultad. Una pierna por un lado,
otro por el otro y listo.
El
problema radicaba en que Don Jerónimo, alimentando su leyenda, jamás permitía que
todo el grupo saliese airoso de la clase de gimnasia.
Así
que pasaba a la segunda fase. “Potro interior” Piiiiiiii.
¡Zas! Uno, dos, tres,
Iglesias ,… los cinco o seis primeros, que habíamos albergado esperanzas de que
ese día sí íbamos a ser capaces de acabar sin incidentes la clase,
éramos presa de la cólera de don Jerónimo (¡Inútiles! ¡Parecéis niñas! y un largo etcétera) a las que sumar las siempre mordaces burlas del resto de los compañeros.
¡Faltaría más!
Y
el potro era lo fácil. Ahí estaba esperando el caballo, cuya grupa era lo
suficientemente larga como para estrellar el sacro, que por entonces se llamaba
simplemente culo, en la dura madera del equino, supuestamente recubierta de
gomaespuma, comprimida por décadas de uso y de un cuero curtido, cómo no, a
culadas.
Y
aún, si quedaba tiempo, siempre podíamos recurrir al plinton, donde Don
Jerónimo explicaba con la ayuda del atlético Jurado, nuestro gimnasta
por excelencia, cómo saltar estirando los brazos, apoyándolos en la parte
superior del plinton y, metiendo la cabeza hacia el pecho, elevar las piernas y
dar una voltereta sobre el elemento, saliendo con las piernas estiradas y
cayendo con los pies juntos.
Dejo a vuestra imaginación el resultado.
Y
¿Las sillas de tijera? No me he olvidado de ellas, no. Había días en los que
Don Jerónimo se mostraba más complaciente y nos permitía disfrutar media hora de clase haciendo volteretas adelante, volteretas hacia atrás, volteretas laterales
(jamás en mi vida he dado una, pero en la masa de 45 alumnos no me resultaba difícil pasar desapercibido), el pino apoyado en la pared, el pino al aire (igual de jamás) etc.
Y la otra mitad …
¡A
formar! Cuatro filas, sin rechistar, espalda recta, barbilla alta…. Las sillas
colocadas una enfrente de cada fila. Tras ellas una colchoneta.
Combinación
letal.
Silla y colchoneta.
“El
salto del león” Piiiiiiii.
Espero
y deseo que la mayoría de los complacientes lectores nunca hayan tenido que
sufrir algo semejante a lo que paso a describir: Don Jerónimo y el salto del
león.
Se trataba (¡simplemente?) de correr, tomar impulso y volar por encima de la silla cayendo con los brazos extendidos mientras se daba una voltereta hacia delante.
El caso es que probablemente no sea tan difícil, pero con nueve o diez
años tienes derecho a tener terror a algo, a los perros, a las arañas, al
hombre del saco, a la mano negra … o al salto del león. Cierto es que yo
también le tenía miedo a la mano negra … pero es que mi barrio de Madrid no era precisamente el barrio de
Salamanca (el barrio fino, para que me entiendan los foráneos)… aunque eso es
otra historia.
Tengo
en mi recuerdo un salto en particular en el que mis brazos y piernas estaban
retorcidos en un amasijo de madera y extremidades. ¿La colchoneta? Debió apartarse mientras yo estaba en vuelo.
Sé que rompí la silla y, sin
embargo, yo no me rompí nada … óseo, muscular ni tendinoso.
Desde aquél día empecé
a tener más miedo al salto del león (a la clase de gimnasia entera, mejor
dicho, en realidad a Don Jerónimo o su proximidad) que a la mano negra.
Con
el tiempo descubrí varias cosas.
La primera, que no era cierta ninguna de las
historias sobre Don Jerónimo.
La segunda, que no es difícil romperse un hueso:
yo llevo varios, pero suele pasar de la manera más tonta.
La tercera que la
mano negra no existió nunca.
La cuarta, que jamás volveré a saltar un potro, un
plinton o un caballo ni, por supuesto, haré el salto del león.
Y la quinta, que
ni Don Jerónimo ni nadie ha sido ni será capaz de evitar que siga haciendo
deporte … hasta que yo mismo lo decida.