Sesenta centímetros. Eso es lo
que medía el tercer escalón del pódium. Bien es cierto que lo estimé a ojo. No
era plan de sacar la cinta y comprobarlo y menos con toda la concurrencia
alrededor. Pero, mientras daba cuenta de una riquísima ración de sopas de ajo
caseras, detalle de la organización, tuve tiempo de hacer un cálculo bastante ajustado.
¿Se puede sufrir mal de altura
ascendiendo de pronto sesenta centímetros?
Si.
Se puede.
No es el mal de altura que
conocemos de las montañas por falta de oxígeno. Es el mal de altura de los
corredores por un irrefrenable deseo de subir al cajón.
De nuevo en competición, uno sufre el irracional impulso de … tal vez no darlo todo... pero casi. ¡Para eso se compite! Y no es por ganar a uno u otro corredor. Tal vez alguna vez sí. Generalmente es por ver hasta dónde podemos llegar cada uno de nosotros.
Los famosos límites.
Cuando estás en el camino de ida,
con toda la vida atlética por delante, el afán de superación es capaz de
hacernos salir a entrenar, ¡a entrenar fuerte!, todos los días con la esperanza de mejorar, con el
irrefrenable deseo de “hacer marca”, esa expresión que define tan claramente el
objetivo de la gran mayoría de corredores.
Cuando estás en el camino de
vuelta, cuando sabes que las marcas quedaron atrás y que ganar a uno u otro ya
es más que secundario, lo que nos mueve es algo tan imposible como el deseo de
vencer al propio tiempo. Sumar años es sumar minutos. Solo se puede intentar
que la cuenta corra más despacio en el reloj que en el calendario.
Y en esta etapa, cuando los
kilómetros acumulados a lo largo de muchos años han ido desgastando engranajes,
fatigando resortes y quemando energía, aún manteniendo la misma ilusión, es el
momento en el que la prudencia debe tomar las riendas. Poder seguir a lo largo
de muchos más años es perfectamente posible si somos capaces de cuidar de
nuestro cuerpo.
Y aquí es donde entra el mal de
altura. ¿Tiene sentido entrenar un día más? ¿Hacer un cambio más? ¿Hacer una
serie más? … por subir al “cajón”. ¿Es sensato repetir esa senda que ya hemos
recorrido en numerosas ocasiones, muchas de ellas terminando en “boxes” por
culpa de alguna lesión?
Como todo en esta vida, el
secreto está en encontrar el equilibrio, ese punto exacto donde se puede
alcanzar la máxima satisfacción corriendo, minimizando a la vez el riesgo.
No obstante, en ese punto,
nuestro natural competitivo nos hace vivir esa profunda contradicción que
supone, a la vez, querer y no querer entrenar más, querer y no querer correr
más deprisa, querer y no querer competir con más frecuencia.
Así somos. Por el origen de
nuestra especie, por genética, por educación y por otros mucho factores. Así somos desde que nacemos hasta
que morimos.
Mi padre, en la cama del hospital,
pocas semanas antes de su fallecimiento, recibía la visita del fisioterapeuta,
que, con todo cariño, profesionalidad y tacto, le proponía una serie de
ejercicios de flexión de piernas. Ángel,
haz diez con cada una. Le decía. Mi padre le miraba. El fisio no podía
saber qué significaba esa mirada, pero yo, de sobra conocía lo que se
avecinaba. Y entonces empezaba marcar el ritmo y a contar, Uno, dos, tres, …
nueve… y… diez …. once, … doce… quince … ¡bueno Ángel, para, para, que está
bien así! Y mi padre sonreía. Había vuelto a ganar.
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