sábado, 29 de abril de 2023

MAL DE ALTURA

 


Doce segundos. De los tres mil trescientos cincuenta y nueve que invertí en el recorrido, me sobraron doce. Y el caso es que desde el kilómetro tres le fui viendo toda la carrera tan cerca de mí que estaba seguro de poder remontarle con facilidad. Pero … ¿para qué? Tampoco sabía que él era el tercero y yo marchaba cuarto. Y aunque lo hubiera sabido … no encontraba ni fuerza en mis piernas ni ganas en mi espíritu para ir a por él. Cualquier cosa menos uno de esos esprines tan agónicos de otros tiempos.

Sesenta centímetros. Eso es lo que medía el tercer escalón del pódium. Bien es cierto que lo estimé a ojo. No era plan de sacar la cinta y comprobarlo y menos con toda la concurrencia alrededor. Pero, mientras daba cuenta de una riquísima ración de sopas de ajo caseras, detalle de la organización, tuve tiempo de hacer un cálculo bastante ajustado.

¿Se puede sufrir mal de altura ascendiendo de pronto sesenta centímetros?

Si.

Se puede.

No es el mal de altura que conocemos de las montañas por falta de oxígeno. Es el mal de altura de los corredores por un irrefrenable deseo de subir al cajón.

De nuevo en competición, uno sufre el irracional impulso de … tal vez no darlo todo... pero casi. ¡Para eso se compite! Y no es por ganar a uno u otro corredor. Tal vez alguna vez sí. Generalmente es por ver hasta dónde podemos llegar cada uno de nosotros.

Los famosos límites.

Cuando estás en el camino de ida, con toda la vida atlética por delante, el afán de superación es capaz de hacernos salir a entrenar, ¡a entrenar fuerte!, todos los días con la esperanza de mejorar, con el irrefrenable deseo de “hacer marca”, esa expresión que define tan claramente el objetivo de la gran mayoría de corredores.

Cuando estás en el camino de vuelta, cuando sabes que las marcas quedaron atrás y que ganar a uno u otro ya es más que secundario, lo que nos mueve es algo tan imposible como el deseo de vencer al propio tiempo. Sumar años es sumar minutos. Solo se puede intentar que la cuenta corra más despacio en el reloj que en el calendario.

Y en esta etapa, cuando los kilómetros acumulados a lo largo de muchos años han ido desgastando engranajes, fatigando resortes y quemando energía, aún manteniendo la misma ilusión, es el momento en el que la prudencia debe tomar las riendas. Poder seguir a lo largo de muchos más años es perfectamente posible si somos capaces de cuidar de nuestro cuerpo. 

Y aquí es donde entra el mal de altura. ¿Tiene sentido entrenar un día más? ¿Hacer un cambio más? ¿Hacer una serie más? … por subir al “cajón”. ¿Es sensato repetir esa senda que ya hemos recorrido en numerosas ocasiones, muchas de ellas terminando en “boxes” por culpa de alguna lesión?

Como todo en esta vida, el secreto está en encontrar el equilibrio, ese punto exacto donde se puede alcanzar la máxima satisfacción corriendo, minimizando a la vez el riesgo.

No obstante, en ese punto, nuestro natural competitivo nos hace vivir esa profunda contradicción que supone, a la vez, querer y no querer entrenar más, querer y no querer correr más deprisa, querer y no querer competir con más frecuencia.

Así somos. Por el origen de nuestra especie, por genética, por educación y por otros mucho factores. Así somos desde que nacemos hasta que morimos.

Mi padre, en la cama del hospital, pocas semanas antes de su fallecimiento, recibía la visita del fisioterapeuta, que, con todo cariño, profesionalidad y tacto, le proponía una serie de ejercicios de flexión de piernas.  Ángel, haz diez con cada una. Le decía. Mi padre le miraba. El fisio no podía saber qué significaba esa mirada, pero yo, de sobra conocía lo que se avecinaba. Y entonces empezaba marcar el ritmo y a contar, Uno, dos, tres, … nueve… y… diez …. once, … doce… quince … ¡bueno Ángel, para, para, que está bien así! Y mi padre sonreía. Había vuelto a ganar.


No hay comentarios:

Publicar un comentario