El muchacho seguía nuestros pasos
medio escondido entre los arbustos, los árboles y las rocas próximas al camino.
No obstante, Sansom, nuestro guía, ya había detectado su presencia desde que abandonamos
el coche y comenzamos a caminar. Al cabo de un rato, le dijo algo en amárico y
el chico salió de su refugio quedándose a una distancia prudencial de nosotros.
Intercambiaron unas palabras más y se acercó otro poco, a unos pasos de nuestra
posición. Elías sacó de su mochila una pequeña figura de plástico de colores
chillones parecida a un dragón y se la ofreció. La curiosidad pudo más que sus
temores y se apresuró a cogerla, encerrándola en su puño como si en cualquier
momento pudiera echar a volar.
En esos pocos minutos que pasaron
desde que le vimos hasta que se marchó de nuestro lado, tracé un retrato de su
aspecto que ha quedado grabado en mi memoria de forma indeleble. No me atreví a
hacerle una foto por respeto hacia él, conocedor del recelo que suelen tener a
que los “farangi” (los extranjeros) disparen sus indiscretas cámaras a todo
aquello que se les pone por medio.
Lo más llamativo eran sus ojos:
grandes, del color de la miel, limpios, sinceros, serenos y por encima de todo,
llenos de dignidad. Lo acompañaba una sonrisa entre pícara y divertida, que
dejaban ver unos dientes grandes y blancos. El resto era una costra de mugre
desde el pelo a los pies. Polvo, sudor y mocos se repartían la cara. De
rodillas para abajo, chorretes de barro seco se perdían en los pies, solo
protegidos por unas sandalias con las que parecía imposible recorrer los
caminos llenos de piedras, charcos y matas con espinas.
El conjunto lo completaba la
ropa: una camiseta que en origen debió ser a rayas amarillas y verdes, se
apoyada sobre sus hombros echa jirones. Me llamó particularmente la atención una de las mangas, cosida completa y toscamente con una hebra de plástico
de saco. Los pantalones necesariamente debían haber conocido otros dueños antes
que el chico, cuya edad podía rondar los diez años. Tenían agujeros por todas
partes y solo a tiras, algunas partes alcanzaban los tobillos.
Al caer la tarde reanudamos
nuestro viaje, llegamos a una ciudad y me di de bruces con la paradoja que,
cuatro años después, sigue alojada en la parte donde se nos quedan almacenadas
todas las rayaduras. Caminando por las calles observé como algunos jóvenes, aquellos
con más dinero, vestían pantalones vaqueros descosidos, rasgados, rotos, a la manera
más occidental que pudiera parecer. De las tiendas colgaban cazadoras, chalecos,
pantalones y shorts vaqueros con agujeros que los jóvenes lucían con la misma
despreocupación y naturalidad con la que se puede hacer en Madrid, Roma, Nueva York
o Londres.
En tan poco espacio físico y
temporal me di de bruces con dos realidades completamente distintas: la de un
muchacho que vestía harapos porque con toda seguridad la vida no le daba para
más y la de unos jóvenes a los que la moda casi les conducía a ello.
Años después sigo sin entender
que los pantalones “se lleven” rotos. Es consecuencia de mi edad, de mi educación
y de mi origen. He sido el rey de las rodilleras. No había pantalón largo que
no estrenara con una buena caída en mitad del patio en el recreo.
Pero ahora, cada vez que me cruzo
con una pandilla y los veo vestir “a la moda de los agujeros” me acuerdo de aquel
muchacho en un lugar recóndito de Etiopía, de su camiseta, de sus pantalones y
de su sonrisa.
Y … aún.
A la mañana siguiente, cuando nos
levantamos para emprender viaje, la calle estaba poblada de bultos cubiertos
por mantas. Uno de ellos, se incorporó a
nuestro paso, desnudo, recogió su manta, se la anudó a la cintura, cogió su
bastón y comenzó su jornada. En su mirada volví a encontrar tanta tristeza como
dignidad. Sansom me miró y me dijo, “lleva consigo todo lo que tiene: una manta
para abrigarse y un bastón para defenderse”.
Etiopía está en guerra. No
tiene gas, ni petróleo, ni supone una amenaza para Europa. La población del país,
actualmente de 115 millones, se duplica cada 25 años. El índice de fecundidad es
de 4,05 hijos por mujer. Se encuentra en el puesto 171 de 196 en cuanto a su
nivel de vida.