
Este año volveré a estar allí, merodeando alrededor del Bernabeu desde las 19:00. Tal vez antes si voy a ver la salida de la carrera popular. Otro año más estarán Mercedes (quizá algún día me atreva a contar la brutal fuerza de voluntad que reune para estar en la linea de salida) y mi padre, otra vez convertido en el abuelo de la San Silvestre y otra vez acompañado de sus incondicionales del equipo de rugby de Veterinaria. Su escolta pretoriana.
Rondaré por las aceras en busca de caras conocidas, cada vez menos numerosas. El tiempo no pasa en balde y muchos de mis colegas de hace años, fieles a este ritual, han ido abandonando. Comenzaré un trotecillo suave a eso de las 19:15. Me quitaré el chándal y la ropa de abrigo hacia las 19:40 y haré la cola más histérica que se puede formar en Madrid: cuatrocientos o quinientos corredores intentando dejar la bolsa en una furgoneta atendida por un par de solitarios y desbordados voluntarios que no entienden de nuestras prisas. La organización siempre ha fallado en este aspecto. Tal vez este año sea diferente. Y minutos después me pondré en la salida, sabiendo que salga en primera fila (reservada para las estrellas, o sea que no) o en la última, desde el primer metro formaré parte de una manada de ñus en estampida. Tal vez este año vuelva a alcanzar el premio de un copo de nieve. Otro año más intentaré conseguir la mínima para estar el 31 de diciembre de 2011 cumpliendo el ritual. Esa mínima que no es más que un pasaporte para que, un año más, las navidades vuelvan a ser iguales. Una prórroga para que todo vuelva a ser igual que siempre. Y que sea así por muchos años.
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