Es verano. Y además este verano
ha empezado con ganas de demostrarlo desde el primer momento a base de grados
centígrados.
Es verano y por tanto, el
entrenamiento es por la mañana temprano, antes de ir al trabajo. Y por los
circuitos habituales del verano, de los que ya os he hablado en este blog.
Correr temprano tiene sus
ventajas. No me refiero solo a eso de que pasas menos calor y hay menos gente. No.
Eso ya lo sabemos. Correr temprano te permite llegar a ver cosas en la
naturaleza que algo más tarde, desaparecen hasta el anochecer. Una mañana es
una nutria, otra un zorro, ayer una carrera de persecución entre un conejo y un
gato (el gato recortando distancias cuando aparecí yo y desvió su atención un
segundo que resulto suficiente para que el conejo encontrara refugio). Hoy un
visón descarado que se dejó fotografiar, mostrando tanta curiosidad por ese “bicho
raro” de amarillo como la que yo sentía por él.
Y para terminar las hormigas.
El mundo de las hormigas siempre
me ha resultado fascinante. Esos seres diminutos capaces de realizar
portentosas hazañas amparándose en el trabajo y en la conciencia de grupo, en
la solidaridad.
Llevaba tiempo sin pasar por ese
camino. Tampoco tanto, pero hoy la luz del amanecer matizaba con colores las
sombras que aún quedaban de la noche. Así que esta vez paré.
Esos senderos esculpidos transversalmente
al camino por los miles de idas y venidas de las miles de hormigas de
hormigueros cercanos: de casa al trabajo y del trabajo a casa. Trincheras
excavadas a base de seis patas por cabeza. Zanjas inundadas por las ya lejanas
lluvias, arrasadas por las ruedas de algún coche, por las pisadas de los
paseantes o los juegos de los niños, reconstruidas una y otra vez por el paso
diario de insectos movidos por el objetivo común de rellenar la despensa.
Pisadas. Pisadas. Pisadas.
Y yo corriendo un día y otro y
otro por los mismos sitios y al día siguiente … ¡¡ni siquiera distingo las
huellas de mis pasos del día anterior!!.
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