Apareció por un recodo del
camino, por ese camino que poco tiene de llano y en el que las piedras
colocadas desde hace decenios obligan a dar un paso largo, dos cortos, un salto
y vuelta a empezar. Cuando le vi me pareció complicado transportar la carga, más
por el volumen que por el peso. Me paré, disparé la cámara y me aparté para
dejarle pasar. Pero se detuvo a mi lado. Apoyó la carga en el suelo. Entonces
le pregunté mientras le observaba: ¿De dónde vienes? ¿A dónde vas? ¿Cuánto peso
transportas? ¿Cuánto te pagan? No pensé que el interrogatorio pudiera
molestarle, y a tenor de su sonrisa y de sus respuestas, no lo hizo. Venía de
Khumjung y se dirigía a Some, seis o siete kilómetros de recorrido,
transportaba catorce tablones de madera de unos 2,10 metros de longitud x 30 de
ancho y 5 de grosor, es decir, unos 10 kg de peso por tablón … 140 kg. La
pagaban a 400 rupias por unidad, 5600 rupias… unos 45 euros. Le miré con
respeto. No. No solo respeto. Le miré con admiración. Me despedí de él. Me
sonrió, se dio la vuelta y se marchó. Aún me quedé un rato hasta verle
desaparecer, completamente encorvado, soportando el desequilibrio que provocaba
cada golpe de la parte inferior de la carga en alguna piedra saliente. El
pantalón, remangado hasta la rodilla, me permitió ver tensarse los gemelos a
cada paso. Imaginé el esfuerzo de todos y cada uno de sus músculos. 140 kg en
la espalda.
De rodillas y completamente
cubierto de polvo sobre una montaña de escombros. No acababa de entender muy
bien qué estaba haciendo, así que me aparté un poco. Aún tardé en darme cuenta.
Estaba separando los ladrillos que tal vez pudieran ser de utilidad del resto
de materiales del derribo. Cuando me di cuenta recorrí con la mirada todo el
solar. Decenas de montoncitos de ladrillos, algunos completos, la mayor parte
simples trozos. Separados uno a uno. A gatas. Removiendo todos y cada uno de
los trozos de cemento, hormigón, madera y hierro que en su día se desplomaron.
Me miró. No me atreví a disparar la cámara. Solo me fijé en sus ojos. Dos puntos oscuros escondidos en sus
respectivas cavernas, tan profundas como su resignación y su tristeza. Esos
ojos me vieron por dentro. Y sentí vergüenza.
¿Cuántos años tendría esa mujer?
¿Sesenta? ¿Setenta? A lo mejor muchos menos a pesar de su apariencia. Aguantaba
cada golpe de palada con una ligera flexión de las rodillas. Las fui contando
una a una. Doce. Doce paladas de piedra machacada a la espalda en un cesto de
mimbre. Una banda elaborada con un trozo de plástico a la frente. Bajar la
rampa del camión, recorrer veinte metros y descargar. Y vuelta al camión. Con
la ropa tan raída como su propia cara, cada centímetro surcado por arrugas
ensombrecidas por el polvo y la mugre. ¿Cuantas horas llevaría así?
Treking en Nepal. Montañas.
Ochomiles. El Everest. Glaciares. La épica del alpinismo en el corazón del
Himalaya. El Lhotse. El Ama Dablam. Las gestas míticas de los más grandes
montañeros recogidas en la literatura del género revividas sobre el terreno.
Pero si te apartas del camino y
abres los ojos, entonces te encuentras la realidad. Y si te dejas, te golpea.
Y semanas después, esas caras no
se desdibujan, siguen presentes. Aún más que las montañas.
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