domingo, 19 de mayo de 2019

TENGO QUE CONFESAROS QUE NUNCA HE CORRIDO UN MARATÓN



“Tengo que confesaros que nunca he corrido un maratón”. 
O algo así.

Desde que le dijeron que en la cena del club de ese año le rendirían un merecidísimo homenaje por sus primeros 50 maratones, había estado dando vueltas a su discurso. Nadie en el club había alcanzado esa cifra y, aunque varios “discípulos” suyos estaban camino de ello, todos esperaban de él una defensa numantina de aquél oficioso título.

Pero ¿cómo decirlo?

Lo que comenzó como una broma hacía ya más de veinticinco años, había alcanzado unas dimensiones desproporcionadas. Incluso el diario de la ciudad se había interesado por su historia y le habían pedido una entrevista para que les contara con todo detalle sus experiencias y anécdotas por lo maratones del mundo.

Entre sus hazañas destacaban veinte participaciones en Madrid, pero no había quedado ahí la cosa. Primero Valencia, Sevilla o San Sebastián, más tarde Londres, Roma o París y al final Nueva York, Tokio, La Habana…

El principio fue una apuesta. Después, un intento de hacerlo bien, más tarde un darse cuenta de lo que suponía entrenar para correr 42 kilómetros, una renuncia secreta, un reconocimiento de incapacidad… y una falta absoluta de humildad para admitir la realidad.

Unos meses después allí estaba él, en la salida de su primer maratón, con sus amigos y con otros cuantos miles de corredores. En las cabezas de aquellos había ritmos y tiempos de paso. En la suya, un plano del recorrido y otro del metro de Madrid perfectamente estudiados. La primera vez funcionó a la perfección. En tres horas y cincuenta minutos entraba con el grueso del pelotón, recibiendo su medalla y una foto a su paso por meta.

Si funcionó la primera ¿Por qué no la segunda? ¿Y la tercera?

Y así comenzó el reto de terminar maratones sin correrlos.

El esfuerzo del entrenamiento consistía exclusivamente en una rigurosa planificación de entradas y salidas en aquellos puntos estratégicos del recorrido que, con la aparición del chip, complicaron las cosas más de lo que ocurría en los inicios.

Y ¿entrenar? Todo calculado.Cubrir las apariencias.
Los días de diario contaba lo duro que se le hacía salir a las 6 de la mañana, solo y con frío. Los domingos con todo el grupo a la hora convenida, pero siempre unos minutos tarde y al paso por el cruce. “Vengo desde casa corriendo. Ya llevo 10 kilómetros, que he salido a rodar largo”. Un rato con los compas del club y luego “Voy a ir más tranquilo que llevo mucha tralla esta semana”.

El salto internacional fue la guinda. Cuando descubrió que todo estaba en la red. Todo el material necesario para trucar, engañar y continuar con la farsa. Primero algunos menores en Europa, luego los más grandes y al final por cualquier lugar del mundo.

Dorsales, fotos, medallas, diplomas, clasificaciones. Todo.
Unas cuantas descargas de facebook y un poco de Photoshop le situaban cruzando el Tower Bridge, la Puerta de Brandenburgo o el Puente de Carlos V. Su nombre en el diploma y en la clasificación. Allí estaba todo y en todos los formatos. Así que desde casa fue coleccionado maratones que, más tarde, contaba a sus admiradores con fingida humildad. Con una  completa y exhaustiva recopilación de pruebas de todas y cada una de sus hazañas.

Y de pronto, el homenaje.

 “Tengo que confesaros que nunca he corrido un maratón”. Eso y la vergüenza, la humillación y el desprecio de sus compañeros, de su gente, de los vecinos, de todos los que le reconocían su condición de admirable maratoniano.

Eso o … “Vamos a por otros cincuenta, chicos”. Y continuar disfrutando del reconocimiento, el elogio … y sufriendo porque algún día se reconociera la mentira.

Y ¿Dejarlo cuando el mes que viene es Boston?

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