“Tengo que confesaros que nunca he corrido un maratón”.
O algo así.
O algo así.
Desde que le dijeron que en la
cena del club de ese año le rendirían un merecidísimo homenaje por sus primeros
50 maratones, había estado dando vueltas a su discurso. Nadie en el club había
alcanzado esa cifra y, aunque varios “discípulos” suyos estaban camino de ello,
todos esperaban de él una defensa numantina de aquél oficioso título.
Pero ¿cómo decirlo?
Lo que comenzó como una broma hacía
ya más de veinticinco años, había alcanzado unas dimensiones desproporcionadas.
Incluso el diario de la ciudad se había interesado por su historia y le habían
pedido una entrevista para que les contara con todo detalle sus experiencias y anécdotas
por lo maratones del mundo.
Entre sus hazañas destacaban
veinte participaciones en Madrid, pero no había quedado ahí la cosa. Primero Valencia,
Sevilla o San Sebastián, más tarde Londres, Roma o París y al final Nueva York,
Tokio, La Habana…
El principio fue una apuesta.
Después, un intento de hacerlo bien, más tarde un darse cuenta de lo que suponía entrenar
para correr 42 kilómetros, una renuncia secreta, un reconocimiento de
incapacidad… y una falta absoluta de humildad para admitir la realidad.
Unos meses después allí estaba él, en la salida de
su primer maratón, con sus amigos y con otros cuantos miles de corredores. En las cabezas de aquellos
había ritmos y tiempos de paso. En la suya, un plano del recorrido y otro del metro de
Madrid perfectamente estudiados. La primera vez funcionó a la perfección. En
tres horas y cincuenta minutos entraba con el grueso del pelotón, recibiendo su
medalla y una foto a su paso por meta.
Si funcionó la primera ¿Por qué
no la segunda? ¿Y la tercera?
Y así comenzó el reto de terminar
maratones sin correrlos.
El esfuerzo del entrenamiento consistía exclusivamente
en una rigurosa planificación de entradas y salidas en aquellos puntos
estratégicos del recorrido que, con la aparición del chip, complicaron las
cosas más de lo que ocurría en los inicios.
Y ¿entrenar? Todo calculado.Cubrir las apariencias.
Los días de diario contaba lo
duro que se le hacía salir a las 6 de la mañana, solo y con frío. Los domingos
con todo el grupo a la hora convenida, pero siempre unos minutos tarde y al paso
por el cruce. “Vengo desde casa
corriendo. Ya llevo 10 kilómetros, que he salido a rodar largo”. Un rato
con los compas del club y luego “Voy a ir
más tranquilo que llevo mucha tralla esta semana”.
El salto internacional fue la
guinda. Cuando descubrió que todo estaba en la red. Todo el material necesario
para trucar, engañar y continuar con la farsa. Primero algunos menores
en Europa, luego los más grandes y al final por cualquier lugar del mundo.
Dorsales, fotos, medallas,
diplomas, clasificaciones. Todo.
Unas cuantas descargas de
facebook y un poco de Photoshop le situaban cruzando el Tower Bridge, la Puerta
de Brandenburgo o el Puente de Carlos V. Su nombre en el diploma y en la clasificación.
Allí estaba todo y en todos los formatos. Así que desde casa fue coleccionado
maratones que, más tarde, contaba a sus admiradores con fingida humildad. Con una
completa y exhaustiva recopilación de
pruebas de todas y cada una de sus hazañas.
Y de pronto, el homenaje.
“Tengo que confesaros que nunca
he corrido un maratón”. Eso y la vergüenza, la humillación y el desprecio
de sus compañeros, de su gente, de los vecinos, de todos los que le reconocían
su condición de admirable maratoniano.
Eso o … “Vamos a por otros cincuenta, chicos”. Y continuar disfrutando del
reconocimiento, el elogio … y sufriendo porque algún día se reconociera la
mentira.
Y ¿Dejarlo cuando el mes que viene es
Boston?
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