Las acelgas hervidas a falta de
rehogarlas y el pescado a medio rebozar.
María se lavó las manos
embadurnadas de harina, se apartó un mechón de pelo de la cara y se quitó el
delantal.
Acababa de escuchar en la radio
otra vez lo del primer maratón de Madrid para el próximo mes de mayo y si la
primera vez la idea le rondó en la cabeza como uno de esos sueños imposibles,
esta vez la sola mención de la carrera la alcanzó como un rayo en mitad de su
cerebro. Un latigazo. Una decisión.
El 21 de mayo de 1978. Quedaban cinco meses.
Se asomó al comedor para
comprobar algo que ya sabía de sobra: su marido y sus tres hijos estaban repartidos
entre el sofá y el suelo viendo en la tele cómo Curro Jiménez y sus muchachos ayudaban
a algún infeliz a salir de los apuros de la vida haciéndose un Robin Hood en
versión Serranía de Ronda.
Todo en el orden esperado.
Entró a la habitación de su hijo
mayor y se puso su chándal más viejo, de los que ya apenas usaba y las
zapatillas de jugar al tenis. Calzaban más o menos el mismo número… o eso
creía. ¡Caramba, que pequeñas eran! Otra ojeada al salón para comprobar de
nuevo que los bandoleros estaban entreteniendo a su familia lo suficiente como
para que no advirtieran su ausencia y un veloz “ahora vengo” que no fue siquiera contestado.
Ya en la puerta se calzó un gorro
de lana en la cabeza escondiendo bien el pelo para pasar todo lo desapercibida
posible y bajó las escaleras del bloque con la esperanza de no encontrar a
nadie.
Abrió la puerta del portal, miró
a ambos lados. Horizonte despejado.
Y allí mismo María comenzó a
correr camino del parque. De noche y sola. Corriendo, de noche y sola. No
alcanzaba a distinguir cuantos latidos de su corazón se debían a la emoción de
hacer lo que estaba haciendo y cuantos otros al esfuerzo de correr. Porque María había corrido de joven en el colegio y muy bien. Era una gran deportista.
Todo lo que intentaba le salía. Por eso jugó durante todos los cursos del
bachillerato en el equipo de baloncesto del colegio de las monjas. Pero después
todo acabó y de eso hacía ya más de veinte años.
Su cuerpo había cambiado. Su vida
en casa, los tres embarazos, el trabajo de criar los hijos, lavar, planchar,
cocinar… nada tenía que ver con el deporte. Nada. Sintió una punzada de
tristeza.
Giró la esquina y se dio de
bruces con Don Eulogio, el aparejador del tercero, que se sobresaltó al ver a alguien
corriendo. No la reconoció. ¿O sí? Pronto lo sabría. Al día siguiente. En cuanto
bajara a la calle, los comentarios en el bloque girarían en torno a ella o a
Curro Jiménez.
Llegó al parque. La emoción, la
fatiga y ahora el miedo. Solitario y oscuro, ese parque sería su lugar de
entrenamiento así que o entraba y se demostraba a sí misma la determinación de
llevar su idea hasta el final o se volvía a casa, a sus acelgas y a su rutina.
Se detuvo. Miró hacia dentro alerta.
¿Qué esperaba? ¿Fieras? ¿Monstruos? ¿Dragones? ¿Los yonquis del barrio? Atenta
a cualquier movimiento dio unos pasos hasta alcanzar el paseo central y desde
allí volvió a escrutar a la tenue luz de las farolas los bancos, las entradas
laterales. Nadie. No había nadie.
Comenzó a correr. La primera
vuelta con los cinco sentidos dedicados a advertir cualquier movimiento o ruido
que pudiera suponer un peligro. La segunda más relajada, atenta a la reacción
de su cuerpo al esfuerzo y la tercera, eufórica de su hazaña.
Volvió a casa. No sabía cuanto
tiempo había estado fuera. Abrió la puerta, asomó la cabeza al comedor con un “ya
estoy aquí” sin respuesta, se cambió rápidamente de ropa y terminó de rebozar
el pescado.
“Ya está la cena”. Curro Jiménez se
alejaba al galope a lomos de su montura en compañía del Estudiante y el Algarrobo.
"Mamá, ¿qué te pasa? ¿Estás bien? ¿Por
qué sonríes?"
"¿Y por qué llevas un gorro en la
cabeza?"
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