22 DE NOVIEMBRE DE 1980.
Gonzalo vio al fotógrafo desde
unas decenas de metros antes. Más que verlo lo adivinó entre la espesa niebla
que aquella mañana, envolvía el Parque de El Retiro madrileño.
Tener las clases de la
Universidad por la tarde, había trastocado toda la organización de su tiempo,
sus hábitos y sus compañías. Tenía que entrenar solo y, además, si quería
aprovechar la mañana, tenía que hacerlo temprano. En caso contrario se quedaría
en la cama hasta que su conciencia le reprochase su vagancia y le obligase a espabilar
para enfrentarse al soporífero Maham
de Química o al no más ameno Lang de
Cálculo infinitesimal, cuyas extensas explicaciones se ocultaban como
jeroglíficos indescifrables.
Tirarse de la cama y salir a
correr. Si no entrenaba estaría de mal humor todo el día.
Así que aquella mañana se fue a
rodar al Retiro como hacía últimamente. El Parque Calero se quedaba demasiado pequeño, obligándole a dar
más vueltas de las razonables como para no sufrir la tentación de abandonar una
o dos antes de lo previsto.
Hacía frio. Esas mañanas gélidas
de Madrid en las que la humedad cala los huesos. Una camiseta de manga corta y
una fina sudadera no era ropa suficiente para abrigar. No había cogido guantes ni
gorro y le dolían las manos y las orejas. Esas eran las consecuencias de ser
friolero. Y despistado. Así que Gonzalo aumentó el ritmo para tratar de entrar
en calor.
Cuando llegó al Retiro se
encontró el Parque sumido en la bruma. Abandonar las calles con el movimiento de
las personas y el ruido de los coches para adentrarse en los caminos solitarios
y silenciosos era como cambiar de mundo. A esa hora apenas había algún paseante,
obligado por la necesidad de sacar al perro antes de la jornada laboral y
algunos jardineros recortando los setos que delimitaban los paseos interiores.
La niebla amortiguaba el poco
ruido que traspasaba la arboleda y proporcionaba un ambiente casi irreal.
Al salir al paseo lateral del
estanque aumentó la luz. Los árboles se apartaban para dejar espacio a aquella
lámina de agua sobre la que flotaban algunas barcas recogidas en una esquina.
En el extremo opuesto un complejo grupo escultórico se elevaba entre las
columnas sobre una gran escalinata.
Un paisaje solo para el disfrute
Gonzalo. Ralentizó el ritmo y se dejó atrapar por las sensaciones. Él era la
nota discordante entre tanta quietud. Se sentía el dueño del parque. Construido
solo para que su disfrute en aquel momento único. Vacío, para que nada alterase
la quietud.
Silencio. Soledad.
Entonces vio al fotógrafo. La
cámara sobre un trípode enfocando el estanque con toda la columnata de fondo.
La niebla difuminando los contornos. Un tono grisáceo sobre el que destacaba el
color rojo de las barcas.
Gonzalo escuchó el disparo justo
antes de girarse hacia la cámara. El fotógrafo le había esperado para captar su
imagen en movimiento en aquel lugar. Ese momento quedó recogido en su memoria a
la vez y de la misma manera que en el rollo de película de la cámara. Imaginó
la foto con su figura recortada sobre la barandilla del estanque con el fondo
casi borrado por la niebla de aquel conjunto. No le hacía falta verla. No le
hizo falta verla nunca. Fue suficiente la imaginación y el recuerdo.
17 DE JULIO DE 2018.
Gonzalo se encontraba de viaje por
motivos de trabajo en Nueva York. Nunca perdonaba una carrera matinal por el
Central Park. Se sentía como Dustin Hoffman en Marathon man, …salvando todas las distancias, que no todas eran a
favor del actor.
Aquella tarde su compañero Sam, también
corredor, le prometió que le llevaría a beber cerveza a un típico y famoso pub,
cuyo dueño había recorrido el mundo participando en todo tipo de carreras.
Fotógrafo de profesión, la exposición que decoraba las paredes del local constituía
una colección histórica para todos los amantes del atletismo, que frecuentaban
el lugar como uno de los templos sagrados del running neoyorquino.
Aún no había mucha gente así que
Gonzalo y Sam pudieron disfrutar con una pinta en la mano recorriendo las imágenes
colgadas de las paredes y comentando las hazañas de muchos de los atletas que
allí compartían aquél “Hall of Fame”. Fotos de la salida del maratón de Nueva
York, de sus legendarios ganadores, de corredores anónimos, de muchos lugares
emblemáticos de carreras por toda la geografía mundial: algunos tan conocidos
como París, Londres, Roma o Tokio, otras fotos más personales en las que una
pequeña tarjeta de cartón indicaba su localización.
Entonces la vio. Casi se le cayó
el vaso de la mano.
Allí estaba colgada aquella foto
que desde hace casi cuarenta años llevaba guardada en su memoria: la foto del
Retiro. La foto de aquella fría mañana de niebla. Tal cual la había imaginado:
el encuadre, el color, la textura.
Aquel corredor era él.
Dio un largo trago a su cerveza
solo para deshacer el nudo que se le estaba formando en la garganta y amenazaba
con desatar sus emociones. Cuarenta años después, Gonzalo seguía corriendo,
pero ¿Cuánto de aquel muchacho que aparecía en la foto quedaba en la persona
que la estaba contemplando? ¿Cuántos de sus sueños, de sus esperanzas, de sus
proyectos, se habían cumplido? Encontrarse con aquella imagen de sí mismo,
aquella foto que había guardado en su memoria tanto años después, le hizo
retroceder al momento exacto del disparo y recordar ese día, ese lugar, ese instante
como si estuviera pasando de nuevo. Y desde ahí, recorrer vertiginosamente su
vida hasta el presente.
Aquella foto, aquel trozo de
papel, era exacto a la imagen que él dibujó en su cabeza tantos años atrás.
Por un instante sopesó decírselo
a Sam. También contarle su historia al dueño del local, a aquel fotógrafo con
quien coincidió una mañana cualquiera, en un lugar concreto del mundo, en un
breve intervalo de tiempo, hace tantos años, para compartir una imagen, que
ahora, décadas después veía impresa.
-Sam, te invito a otra pinta y ….
Recuérdame que un día te cuente la historia de una foto.
Maravillosa historia de tesón y de recuerdos
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