Esto es empezar una historia por el final. Una historia de cuatro años. Una larga historia llena de momentos inolvidables. Unos muy duros y otros muy gratos. Y entre medias, más de 1400 días de muchas cosas. El resumen, en siete capítulos, del tiempo que media entre el día que dejé de correr y el que volví a estar en una línea de salida. Un relato en el que se mezclan reflexiones, decisiones, entrenamientos, médicos, obsesiones, alegrías, decepciones, dolores, recaídas, voluntad, soledad, y en el que también aparecéis vosotros, mis compañeros de carreras.
Empecemos pues por el final. Y el
final era estar en la salida de la San Silvestre Vallecana. No en la
Internacional, mi carrera favorita sin duda alguna y que se desdibuja en el
pasado en forma de recuerdos y queda inalcanzable en el futuro, pero sí en la
popular.
Cuando se abrieron las
inscripciones y vi el eslogan con la que se promocionaba este año, me lo apropié
como un guiño de la organización, no solo a todos los corredores que podríamos
volver a las calles después de frustrada edición de 2020 a causa de la
pandemia, sino especialmente a mí. “Volvemos”. Sí. Pensé. Volvéis todos los que
no os habéis ido y también vuelvo yo, ausente tras cuatro años de las carreras.
Y me inscribí. Era el 8 de noviembre.
“Volvemos”. 53
días para la carrera. Tiempo suficiente para mejorar un poco el estado de forma
después de haber comenzado a correr en el mes de marzo y haber tropezado varias
veces en dolores de todo tipo en casi todas las partes de ambas piernas. Unos pocos
días de rodajes a cambio de sobrecargas en cualquier lugar desconocido de mi
anatomía, que no paraba de quejarse de volver a las andadas (a las carreras).
Así, pude correr hasta una hora (¡Una hora!), llegando a casa con los pulmones
debajo del brazo y un trotecillo de apenas 30 centímetros de zancada. Pero corriendo.
¡corriendo! No se trataba de hacer record del mundo. Se trataba únicamente de calzarme
unas zapatillas y salir a correr. De ¡volver a correr!
Dos semanas. Ese fue el tiempo
que aguanté a razón de salir días alternos. Un fortísimo dolor en el pie me
obligó a parar. Volví a los libros de anatomía a buscar qué misteriosos
secretos se esconden en esa parte del cuerpo y a tratar de descubrir que podía
haber pasado.
Haría falta ayuda. Al fisio. A
Mariano. Y Mariano sacó el ecógrafo y las agujas y con la precisión de un relojero
fue cambiándome los dolores por juramentos y las sobrecargas por esperanza.
El día 5 de diciembre salí a
probar. Y volví cojeando.
El día 11 volví a intentarlo.
Agua.
Y cada vez quedaba menos. Mariano
seguía pinchando aquí y allá. Y atizándome descargas de corrientes que podían
alumbrar una ciudad entera. Cada día que pasaba se me apagaba la esperanza de
correr. Hasta el día 26 que volví a probar.
Veinte minutos. Apenas quedaba un
rastro de dolor. Correría la San Silvestre. Pasara lo que pasara, estaría en la
salida. Cuánto me pudiera doler el pie en la meta era algo secundario.
“Volvemos” era el eslogan de la
carrera y el mío personal.
Y salí. Solo puedo deciros que
una buena parte de la carrera la hice con la piel de “gallina” de la emoción de
estar allí. Pasaban los kilómetros y yo seguía pisando las calles de Madrid
rodeado de gente. En muchos lugares llevé a mi padre en el recuerdo, acompañándome.
En otros revivía algunas de las ediciones de la Internacional en las que tuve
la inmensa suerte de poder participar. Y en la meta, un torrente de emociones
que se volvieron líquidas y rodaron hasta quedar atrapadas en esa mascarilla símbolo
de los tiempos que corren.
“Volvemos”. Qué acierto de eslogan.
Hemos vuelto.
Gallina en piel....como me alegro de tu vuelta, imaginando lo que has sufrido ..
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