La Escuela de Ingenieros de Montes tenía equipo de atletismo. Eso, así dicho, puede parecer un pues ya ves tú. Pero explicado debidamente tiene mayor calado: formábamos un equipo con atletas para todas las disciplinas de pista, los saltos, con la pértiga incluida, los cuatro lanzamientos y las carreras, desde 100 m hasta 5000 que conformaban el programa de las competiciones por equipos universitarios. El mérito - si es que se puede llamar así- es que la Escuela de Montes era un centro pequeño, comparado con otras Escuelas de la Politécnica o con las Facultadas de la Complutense y la Autónoma. Algo así como una quinta o sexta parte más pequeño en cuanto a número de alumnos. Así que conseguir la clasificación para disputar la final nacional por equipos universitarios de atletismo fue un gran éxito. Después de una fase previa, los equipos de INEF de Madrid, Barcelona, Granada y Santiago, Industriales de Madrid, Arquitectura de Madrid y Barcelona y Montes nos veíamos las caras en Santiago de Compostela. Corría el mes de mayo de 1982. Allí estábamos casi todos los miembros del equipo, salvo algunos que no pudieron ir por cuestiones académicas. Ya habíamos hecho lo más difícil, que era pasar a la final y lo cierto es que, viendo los equipos participantes, nosotros no podíamos aspirar a nada más que el octavo puesto. Las normas de la competición exigían superar unas ciertas marcas mínimas por prueba para poder puntuar. Nosotros teníamos unas cuantas pruebas en las que acreditábamos esas marcas, pero no en todas. A pesar de que nuestros más encarnizados rivales, los industriales de Madrid, se empeñaron en no dejarnos dormir en toda la noche -un trabajo sucio e innecesario- allí estábamos los “hombrecillos verdes” -por el color de nuestras camisetas- dispuestos a todo. La jornada de mañana nos deparó una de las alegrías más sonadas: nuestro saltador de altura, que no había saltado nunca más de 1,75 m fue superando el listón entre nuestros gritos, cánticos y ánimos hasta alcanzar 1,89 m y lograr nuestros primeros puntos que nos situaban en mitad de la clasificación. Después, la realidad de competir contra la élite del atletismo, nos fue colocando poco a poco en nuestro sitio. Yo corría por la tarde en la prueba de 5.000 metros. A esas alturas nuestro presidente no paraba de echar cuentas para ver cuántos puntos podíamos conseguir para ganar a no sé qué equipo. Nos fuimos a comer unas sardinas. Aquél día aprendí que las sardinas son incompatibles con una carrera de 5000 metros. En realidad lo comprendí a los pocos metros de la salida, así que casi podría ampliar la incompatibilidad con cualquier distancia. Mis puntos eran seguros, según las cuentas del equipo. Tenía que hacer menos de 16’ 30’’ y por entonces bajaba con cierta holgura de 16’, así que “el presi” confiaba en la remontada. Disparo de salida. Primeras vueltas a ritmo cómodo. La cosa fue bien hasta que las sardinas empezaron a dar saltos en el estómago como si de una pecera se tratase. A mitad de carrera pugnaban por salir al exterior, mientras mis compañeros me animaban a despertar y acelerar el ritmo. A ese paso no bajaría de la marca exigida. Recuerdo un enorme malestar de tripas -se me revuelve el estómago solo de pensarlo- y una lucha sin cuartel en las últimas vueltas por estar a la altura de las circunstancias. Ya no peleaba por un puesto sino por estar en el tiempo. Y no pudo ser. 16’ 47’’, quinto. El silencio de mis compañeros y la mirada fría, heladora, de mi presidente. Y las sardinas brincando de alegría. Con mis puntos a sin ellos quedamos octavos, como era normal. Pero nos lo pasamos de miedo. Fue el primero y el último año que estuvimos en la final por equipos. Los años siguientes no pudimos clasificarnos. Poco después la Federación del Deporte Universitario desapareció y con ella, una forma de entender el deporte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario