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Este año viví otra San
Silvestre Vallecana diferente. Ni de corredor como tantos años, ni de
espectador como algún otro, ni de “mochilero”. Este año me volví a quedar sin
correr, así que otra vez estaría “en la orilla”. La huelga de los trabajadores
del Metro de Madrid modificó todos los planes así que no tuve más remedio que
improvisar sobre la marcha. El plan era acercarme lo más posible hasta la zona
del Puente de Vallecas para ver pasar por allí (para intentar ver pasar por allí) a Mercedes y mi hijo debutante. El
plan incluía a mi padre, la estrella anónima de la San Silvestre, que con sus
82 años volvía a estar inscrito, pero un inoportuno catarro le dejó en casa.
Así pues, armado de
paciencia me fui acercando a mi objetivo. Mi conocimiento del callejero de
Madrid no me garantizaba una aproximación sencilla. Mi proverbial sentido de la
orientación no colaboraba en la tarea. Mi criticado esmero en buscar un
aparcamiento legal sin pisar vados, aceras, carrilesbus y el propio tamaño del
coche no permitía aparcar en “cualquier sitio”. La hora prevista del paso de
mis corredores se acercaba y yo no paraba de dar vueltas y vueltas y más
vueltas.
Cuarenta minutos después
encontré aparcamiento. Me apresuré (dentro de mis actuales limitaciones) a la
Avenida Ciudad de Barcelona … sin posibilidad alguna de verlos. Por allí ya
habían pasado hacía un buen rato.
Entonces me di cuenta
que detrás de la San Silvestre de los corredores hay otras San Silvestres: la
de los conductores, la de los peatones, la de los trabajadores de los servicios
públicos municipales …
Así, vi una pareja de
la Policía Municipal junto a las vallas situadas para evitar el paso de
vehículos en una calle que, con una paciencia infinita, una y otra vez
explicaban a los conductores por qué estaba cortada la calle y qué alternativas
tenían. Les vi retirar las vallas tantas veces como fue necesario para que
pasaran vehículos que iban a los garajes de las calles próximas. Les vi aplacar
las iras de algún conductor que debía de haber intentado cruzar la zona por
algún otro lugar sin éxito.
Qué deciros de aquella mujer
mayor, con un bolso colgado del brazo y una bolsa de la otra mano, que salió del portal de su casa y no pudo dar
más allá de dos pasos antes de darse
cuenta que, no solo la calzada, sino también la acera estaba invadida de una
horda de alienígenas de color naranja (el color de las camisetas de este año).
La pobre mujer, muerta del susto, tuvo el tiempo justo de retroceder de nuevo
hasta el portal sin atreverse a poner un pie en la calle hasta muchos minutos
más tarde.
O aquél papá con un
niño cogido a cada mano intentando cruzar por un semáforo en mitad de la
carrera cuando más corredores pasan, sin conseguirlo por más que el semáforo,
ajeno a las circunstancias, tornase alternativamente del rojo al verde con
puntualidad suiza. Ni la impaciencia del padre ni el desconsuelo o el
aburrimiento de los niños eran herramientas suficientemente poderosas para
abrir el rio de corredores como Moisés las aguas del Mar Rojo.
Y así … cuantas historias
no se contarían en la cena de Nochevieja sobre esa maldita carrera “que me hizo
llegar tarde a casa de mis suegros y que ya no me aguantan”, o “a casa de mi
novia que me dijo que no admite la falta de puntualidad”, o “al trabajo, vaya
día para tener guardia y encima llagar tarde”.
Y es que corriendo no
nos damos cuenta de las que liamos…
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