viernes, 18 de noviembre de 2016

¡A FORMAR!. DE CÓMO FUERON MIS PRIMEROS PASOS EN EL DEPORTE Y SOBREVIVÍ SIN ABORRECERLO



¡A formar! Ordenaba con estudiada pose marcial Don Jerónimo.

Cuenta la leyenda que Don Jerónimo, el profe de gimnasia, era sargento retirado del ejército y a partir de ahí, ésta, la leyenda, era adornada con múltiples historias forjadas durante tantas generaciones de estudiantes del colegio “Begoña”. Mi colegio.

Las había para todos los gustos, aquellos que le consideraban un héroe nacional, inventaban hechos que ensombrecerían las hazañas de John Mclane o Bruce Willis, que ya se confunden uno y otro.
 Por el contrario, los que le odiaban, aventuraban que había sido expulsado del ejército con deshonor por sádico, tirano, cruel y opresor y para colmo, que le habían arrancado las charreteras y todos los botones de la chaqueta en señal de repudio.

Sea como fuere allí estábamos formados en fila de a cuatro todos los chicos de 4º curso. Por entonces a mi cole no iban niñas. De eso se libraron... o ellas se lo perdieron.

Formados, sin rechistar, espalda recta, barbilla alta y a la distancia exacta de un brazo apoyado en el hombro del compañero de delante. En camiseta de manga corta de color blanco y pantalón corto de color azul. Los más bajitos ocupando el frente (yo en segunda fila, que no había dado y ni siquiera apuntaba a hacerlo, el estirón). Los más altos detrás.

Cierto es que Madrid no es Ávila, pero el invierno en la capital tiene sus días, cosa que a Don Jerónimo le importaba aproximadamente lo mismo que una plantación extensiva de rábanos. Allí estábamos formados en un patio entre bloques de edificios en cuyos bajos residía mi colegio, con las piernas y los brazos más bien tirando a morado y tiritando de frío.

Después de la formación venía el “rompan filas” y el inicio de la sesión  “a ver quien se abre la cabeza hoy”.

Don Jerónimo, con cuidadosa y estudiada periodicidad, alternaba los siguientes instrumentos que alguien llamaba aparatos de gimnasia y que, por otra parte, era el único material deportivo con el que contábamos en el colegio: el potro, el plinton, el caballo y unas sillitas de tijera de madera muy propias para pasar una tarde en el campo, aunque Don Jerónimo le tenía reservado otro fin algo menos lúdico.

Y además teníamos unas cuantas colchonetas. Nunca descubrimos el motivo por el que jamás estaban donde deberían estar, sino unos centímetros más atrás o más adelante, a la derecha o a la izquierda. Muchos años trabajando con Don Jerónimo probablemente les había conferido un carácter semejante.

Estábamos hablando del potro, el plinton, el caballo y las sillas de tijera. Pues bien. 
En fila de a uno y empezando por Roa y su metro veinte hasta un repetidor de cuyo apellido no me acuerdo (en aquella época no teníamos nombre, solo apellido), comenzaba una sesión de salto al grito de “potro exterior”. Don Jerónimo tocaba su silbato, ¡Piiiii!, reluciente sobre su chaqueta verde, verde caqui (faltaría más) y comenzaba una rueda de saltos. 
En general el potro exterior no tenía mayor dificultad. Una pierna por un lado, otro por el otro y listo.

El problema radicaba en que Don Jerónimo, alimentando su leyenda, jamás permitía que todo el grupo saliese airoso de la clase de gimnasia.

Así que pasaba a la segunda fase. “Potro interior” Piiiiiiii. 
¡Zas! Uno, dos, tres, Iglesias ,… los cinco o seis primeros, que habíamos albergado esperanzas de que ese día sí íbamos a ser capaces de acabar sin incidentes la clase, éramos presa de la cólera de don Jerónimo (¡Inútiles! ¡Parecéis niñas! y un largo etcétera)  a las que sumar las siempre mordaces burlas del resto de los compañeros. 

¡Faltaría más!

Y el potro era lo fácil. Ahí estaba esperando el caballo, cuya grupa era lo suficientemente larga como para estrellar el sacro, que por entonces se llamaba simplemente culo, en la dura madera del equino, supuestamente recubierta de gomaespuma, comprimida por décadas de uso y de un cuero curtido, cómo no, a culadas.

Y aún, si quedaba tiempo, siempre podíamos recurrir al plinton, donde Don Jerónimo explicaba con la ayuda del atlético Jurado, nuestro gimnasta por excelencia, cómo saltar estirando los brazos, apoyándolos en la parte superior del plinton y, metiendo la cabeza hacia el pecho, elevar las piernas y dar una voltereta sobre el elemento, saliendo con las piernas estiradas y cayendo con los pies juntos.
Dejo a vuestra imaginación el resultado.

Y ¿Las sillas de tijera? No me he olvidado de ellas, no. Había días en los que Don Jerónimo se mostraba más complaciente y nos permitía disfrutar media hora de clase haciendo volteretas adelante, volteretas hacia atrás, volteretas laterales (jamás en mi vida he dado una, pero en la masa de 45 alumnos no me resultaba difícil pasar desapercibido), el pino apoyado en la pared, el pino al aire (igual de jamás) etc. 

Y la otra mitad …
¡A formar! Cuatro filas, sin rechistar, espalda recta, barbilla alta…. Las sillas colocadas una enfrente de cada fila. Tras ellas una colchoneta. 
Combinación letal. 
Silla y colchoneta.

“El salto del león” Piiiiiiii.

Espero y deseo que la mayoría de los complacientes lectores nunca hayan tenido que sufrir algo semejante a lo que paso a describir: Don Jerónimo y el salto del león. 
Se trataba (¡simplemente?) de correr, tomar impulso y volar por encima de la silla cayendo con los brazos extendidos mientras se daba una voltereta hacia delante.

El caso es que probablemente no sea tan difícil, pero con nueve o diez años tienes derecho a tener terror a algo, a los perros, a las arañas, al hombre del saco, a la mano negra … o al salto del león. Cierto es que yo también le tenía miedo a la mano negra … pero es que mi barrio  de Madrid no era precisamente el barrio de Salamanca (el barrio fino, para que me entiendan los foráneos)… aunque eso es otra historia.

Tengo en mi recuerdo un salto en particular en el que mis brazos y piernas estaban retorcidos en un amasijo de madera y extremidades. ¿La colchoneta? Debió apartarse mientras yo estaba en vuelo.
Sé que rompí la silla y, sin embargo, yo no me rompí nada … óseo, muscular ni tendinoso. 

Desde aquél día empecé a tener más miedo al salto del león (a la clase de gimnasia entera, mejor dicho, en realidad a Don Jerónimo o su proximidad) que a la mano negra.


Con el tiempo descubrí varias cosas. 
La primera, que no era cierta ninguna de las historias sobre Don Jerónimo. 
La segunda, que no es difícil romperse un hueso: yo llevo varios, pero suele pasar de la manera más tonta. 
La tercera que la mano negra no existió nunca. 
La cuarta, que jamás volveré a saltar un potro, un plinton o un caballo ni, por supuesto, haré el salto del león. 
Y la quinta, que ni Don Jerónimo ni nadie ha sido ni será capaz de evitar que siga haciendo deporte … hasta que yo mismo lo decida.

2 comentarios:

  1. Recuerdo que en el colegio siempre tuve pánico a estos aparatos. Fue de universitario cuando, preparando las pruebas de acceso al IMEC, un compañero nos enseñó la técnica de cómo saltar el caballo. ¡Qué forma de volar! ¡qué presteza! Cuando le coges el truquillo no puedes parar de tomar carrerilla, botar sobre el trampolín y pensar que eres un planeador...
    Felicidades por el blog y por estos artículos tan cercanos.
    Javier

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    1. Muchas gracias Javier. Al final todo es técnica, pero en aquella época las cosas eran muy poco sofisticadas y desde luego la clase de gimnasia en mi colegio, como seguro que en otros muchos, no era precisamente un ejemplo modelo de enseñanza. Aún así tenía sus momentos divertidos.

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